Dosier: Discursividades disidentes. Reflexiones sobre el lenguaje no sexista,
el lenguaje inclusivo y los discursos con perspectiva de género
Ambigüedad y otredad: reflexiones sobre el lenguaje inclusivo desde la perspectiva de la psicología del lenguaje
Resumen: El lenguaje inclusivo en español puede entenderse como una solución frente a la ambigüedad del masculino genérico. En este trabajo, se discute y pone en cuestión esta tesis. Se muestra que la ambigüedad es un rasgo omnipresente en los lenguajes naturales, que la evitación de la ambigüedad no es un imperativo y que la ambigüedad es un rasgo de diseño eficiente del lenguaje. Se argumenta que el lenguaje inclusivo constituye una causa exitosa que interviene disruptivamente en el campo del Otro y que permite la expresión de la otredad y la disidencia.
Palabras clave: Lenguaje inclusivo, Género, Ambigüedad, Cambio lingüístico, Enunciación.
Ambiguity and otherness: reflections on inclusive language from the perspective of the psychology of language
Abstract: Inclusive language in Spanish can be understood as a solution to the ambiguity posed by the generic masculine. In this paper, we discuss and question this thesis. We show that ambiguity is a pervasive feature of natural languages, that the avoidance of ambiguity is not an imperative and that ambiguity is an efficient design feature of language. We argue that inclusive language is a successful cause which intervenes disruptively in the field of the Other, and which allows for the expression of otherness and dissidence.
Keywords: Inclusive language, Gender, Ambiguity, Language change, Enunciation.
1. Introducción
La aparición del morfema –e inclusivo y de otras formas de lenguaje no sexista puede entenderse como una solución a la ambigüedad del masculino genérico. Ramírez Gelbes y Gelormini Lezama (2020) proponen esta explicación, que resulta consistente con otros procesos de cambio lingüístico, por ejemplo, el caso del voseo en español del siglo XV y el caso de los pronombres de segunda persona del plural en el inglés norteamericano en el presente siglo. En el caso del voseo, el uso del morfema libre vos planteaba una ambigüedad de número ya que se usaba tanto para referirse a una persona como a un grupo de personas. La diferenciación entre vos y vosotros habría venido así a resolver la mencionada ambigüedad.
Un punto crucial es que el advenimiento del morfema libre vosotros no estuvo exento de luchas lingüísticas. De hecho, como lo refleja la obra de Alfonso X, hubo otras formas que compitieron con el vosotros, tales como uos todos, uos muchos, uos mismos, etc. (Rini, 1999). De la misma manera, la lengua inglesa no dispone de un pronombre de segunda persona del plural que se encuentre estandarizado, pero en el inglés actual de Norteamérica diferentes formas pugnan por ocupar ese lugar vacante, entre ellas, y’all, yous, you guys, you people, etc. Estas formas reubicarían al you como pronombre de segunda persona exclusivamente singular.
De modo similar, el masculino genérico plantea una ambigüedad, ya no de número sino de género, dado que el masculino plural puede usarse tanto para referirse a grupos compuestos exclusivamente por entidades masculinas, como para referirse a grupos que contienen diferentes géneros. Y no resulta casual que haya formas ligadas que compiten en algún sentido para llenar esa vacancia de género. Entre ellas, pueden citarse el morfema –e, los grafemas x, @, y otras formas, ya no de morfemas ligados, tales como las reduplicaciones, los desdoblamientos, el uso de sustantivos colectivos abstractos, epicenos, etc. (García Negroni y Hall, 2022). La mayoría de estas formas, con contadas excepciones, cuentan con el rechazo de la Real Academia Española (RAE) por considerarlas innecesarias.
Así, el caso del voseo en el siglo XV en la lengua española, el caso de la segunda persona del plural en el inglés norteamericano contemporáneo y el caso del lenguaje inclusivo en el español contemporáneo podrían concebirse como una solución frente a la ambigüedad. El presente artículo discute y pone en cuestión esta tesis, propone que la ambigüedad cumple una función relevante para la comunicación y concluye con una reflexión acerca del lenguaje inclusivo desde una perspectiva no reduccionista de la psicología del lenguaje con aportes del psicoanálisis.
Este artículo ofrece una discusión teórica sobre el lenguaje inclusivo desde la perspectiva de la psicología del lenguaje. El marco de referencia se apoya en dos corrientes teóricas fundamentales del siglo XX, aunque muy controvertidas en el siglo XXI: la lingüística chomskiana y el psicoanálisis. Por un lado, se nutre de las nociones centrales de “gramática universal” y “gramática mental” de la tradición psicolingüística norteamericana, tomando particularmente en consideración las contribuciones de Chomsky (1986, 2011) y Jackendoff (1994). Se discute la hipótesis chomskiana que sostiene que el lenguaje no es primariamente un instrumento de comunicación. Por otro lado, el marco teórico toma las nociones de “otro” y “Otro” de la tradición psicoanalítica francesa. Se explora el vínculo entre subjetividad y enunciación en Lacan ([1953] 1985, [1960] 1987 y 1973) y la determinación del inconsciente en Freud (1938).
El artículo está estructurado del siguiente modo. La sección 2 presenta el cambio morfológico y el lenguaje inclusivo. La sección 3 hace un recorte de la ambigüedad como atributo omnipresente y enigmático de los lenguajes naturales. La sección 4 trata sobre el procesamiento lingüístico de la ambigüedad. La sección 5 discute las nociones de gramática universal y gramática mental. La sección 6 ofrece una discusión sobre las posibles ventajas de la ambigüedad como rasgo de diseño del lenguaje. La sección 7 explora la función de reconocimiento del lenguaje inclusivo. La sección 8 examina la otredad, la identificación y la ilusión de autonomía del yo. La sección 9 aborda la inversión del signo lingüístico saussureano en Lacan y la sujeción a la enunciación. Para terminar, la sección 10 ofrece una conclusión tentativa con el propósito de contribuir a una discusión no prescriptiva sobre el lenguaje inclusivo.
2. Causas e irregularidad del cambio lingüístico
En pos de examinar los factores intervinientes en los procesos de cambio lingüístico, despejaremos algunas causas que parecieran no aplicar en este caso. Una causa frecuente de cambio lingüístico es la separación geográfica: grupos de hablantes que por razones de fuerza mayor se han separado y adoptan modos de hablar que derivan en variantes de la misma lengua o bien en una lengua nueva. Otra causa de cambio es el contacto lingüístico, es decir, la influencia que una lengua puede ejercer sobre otra. Es evidente que diferentes formas de género inclusivo, neutro o no marcado han aparecido en el ambiente académico en distintos idiomas. Y es posible que esa confluencia ejerza cierto poder sobre algunos sectores de la comunidad hispanohablante. De todos modos, las particularidades del cambio morfológico de la -e en español parecen exceder en mucho este influjo.
Resulta bastante evidente que el caso del lenguaje inclusivo en español difiere de la influencia que una lengua puede ejercer sobre otra cuando, por ejemplo, por vía de la migración de personas, un grupo de hablantes de una variedad lingüística convive un tiempo significativamente importante con un grupo de hablantes de otra variedad. Estos dos casos, la separación geográfica y el contacto lingüístico, dos factores que por cierto a menudo se dan juntos, son variables fundamentales en muchos procesos del cambio lingüístico, como lo muestra la lingüística histórica y el caso del protoindoeuropeo como madre putativa de cientos de lenguas entre las que se encuentra el español, objeto de indagación de este manuscrito.
El cambio lingüístico del que nos ocupamos en este artículo constituye un cambio morfológico con la particularidad, ya mencionada, de que cambios similares hacia un lenguaje inclusivo suceden al mismo tiempo en muchas lenguas. Sin embargo, una característica perfectamente habitual y nada original en este cambio morfológico es que la nueva forma no atañe de modo regular a todas las posibles instancias de uso. Este rasgo es enteramente predecible. Los cambios lingüísticos comienzan en un grupo determinado de individuos o pequeñas comunidades y luego pueden extenderse a otros grupos, o no. Y es el caso además que, aunque se extiendan a todos los miembros de una comunidad, el cambio no necesariamente aplica a todos los ítems léxicos posibles. Por ejemplo, en algunos dialectos de inglés norteamericano, el sufijo age que significa “cierta cantidad” se aplica como morfema ligado a palabras como beer (cerveza) o tune (tono) para generar beerage o tunage (cierta cantidad de cerveza/tonos). Estos ejemplos son rechazados por la mayoría de hablantes de lengua inglesa que, sin embargo, aceptan términos lexicalizados como package (paquete), storage (almacén), mileage (milaje), etc. (Dawson y Phelan, 2016).
El ejemplo del morfema ligado -age es relevante, porque una crítica extendida pero muy débil en contra del uso del morfema inclusivo –e es que los hablantes no son consistentes en su uso. Y no lo son ni en todos los contextos, ni en el mismo sintagma. Cierta regularidad es esperable en procesos de cambio lingüísticos exitosos, pero hay que enfatizar que la consistencia perfecta es la excepción en el cambio morfológico, nunca la norma, sobre todo en las primeras etapas de cambio. En esta misma línea, que no digamos estudianta es un pobre argumento en contra de la forma presidenta. Y no se necesita demasiada exposición al legado freudiano para sospechar por qué la palabra presidenta despierta mucho más rechazo que sirvienta considerando que ambas formas habrían sido producto del mismo proceso morfológico.
3. La omnipresencia de la ambigüedad en los lenguajes naturales
Como decíamos, se podría concebir a la ambigüedad como fuente del cambio lingüístico. Tal perspectiva ha sido defendida y discutida en diversos trabajos de investigación para analizar una variedad de casos, como los mencionados. Sin embargo, elevar la ambigüedad al lugar central de causa contrasta con un dato evidente del lenguaje natural que se caracteriza por estar plagado de ambigüedad por donde se lo escudriñe. Por otra parte, la más superficial indagación respecto del cambio lingüístico nos indica que ni toda ambigüedad promueve un cambio, ni todo cambio es producto de una ambigüedad.
Tal vez, el dato más llamativo de los lenguajes naturales es justamente la presencia de la ambigüedad y no su evitación, en todos sus niveles. En el nivel léxico, una misma palabra, por ejemplo, en inglés love, puede pertenecer a distintas categorías, es decir puede ser un verbo o un sustantivo. En español bajo puede ser una preposición o la forma de primera persona del presente del indicativo del verbo bajar. En inglés, este tipo de ambigüedad es más la regla que la excepción. En el nivel semántico, la ambigüedad es obvia, toda vez que la enorme mayoría de palabras tiene más de una acepción. Por ejemplo, banco puede significar un conjunto de peces, un mueble para tomar asiento o una institución financiera. De particular interés para la psicología del lenguaje, el nivel sintáctico también plantea ambigüedades. Este tipo de ambigüedad, también conocida como ambigüedad estructural, se presenta cuando una oración puede tener más de una estructura sintáctica. Por ejemplo, en la célebre oración del trabajo de Cuetos y Mitchell (1988) el periodista entrevistó a la hija del coronel que tuvo el accidente, la cláusula relativa que tuvo el accidente puede resolverse como adjunto modificador de la hija o del coronel.
La ubicuidad de la ambigüedad en el lenguaje es evidente en todos y cada uno de sus niveles. Es, al mismo tiempo, un enigma. Una misma serie de segmentos fónicos puede corresponder a más de una interpretación fonológica, morfológica, sintáctica, semántica o pragmática. Una propiedad única de los lenguajes naturales frente a otros sistemas de comunicación es, efectivamente, la polisemia, es decir, la pluralidad de significados de las distintas expresiones lingüísticas. El misterio de la ambigüedad en el lenguaje podría plantear la pregunta de cómo podemos comunicarnos los humanos a pesar de la ambigüedad omnipresente en el lenguaje. Pero tan legítima es esa pregunta como la de cómo los humanos hacemos uso de esa ambigüedad para obtener determinado objetivo comunicativo, punto clave para la relevancia del lenguaje inclusivo.
4. Ambigüedad y procesamiento del lenguaje
Desde el punto de vista psicolingüístico, el procesamiento del lenguaje funciona de manera incremental, es decir que el sistema lingüístico construye representaciones con la información de la que dispone en cada momento y se va modificando conforme va recibiendo nuevas piezas de información (Altmann y Kamide, 1999; Tanenhaus, Spivey-Knowlton, Beerhard, y Sedivy, 1995; Konieczny y Hemforth, 1994, 2000). En este sentido, toda oración contiene instancias de ambigüedad temporal. Es decir, en el momento en que una persona empieza a hablar y pronuncia el fono [s], sabemos qué palabras no dirá, pero no sabemos qué palabra que comienza con ese fono, dirá. En la construcción de representaciones, desde el nivel fonémico hasta el nivel discursivo, intervienen dos tipos de procesamiento: el procesamiento ascendente y el procesamiento descendiente.
El procesamiento ascendente comienza con algún evento externo al sistema nervioso que produce una estimulación de las neuronas receptoras. Desde el punto de vista fisiológico, se generan una serie de señales eléctricas que viajan de los receptores hasta llegar a la corteza cerebral. Esto se detecta físicamente midiendo las señales eléctricas de las neuronas. Desde el punto de vista conductual esto significa que el procesamiento ascendente parte de rasgos elementales que se combinan para llegar a una representación completa. Este tipo de procesamiento, sin embargo, no da cuenta del modo en que funcionan los procesos cognitivos en el mamífero humano y, muy particularmente, no da cuenta de cómo funciona el único proceso cognitivo enteramente humano, el lenguaje.
El procesamiento descendente es central para la cognición. Este tipo de procesamiento comienza, ya no con la estimulación externa, sino con las expectativas y las experiencias de las que la persona dispone y que determinan, en gran medida, la representación que se construye. Desde el punto de vista fisiológico, las señales que viajan desde las neuronas receptoras hasta el cerebro dan información básica, pero al llegar a la corteza, esta información del exterior es computada junto a otras señales generadas por la experiencia, el conocimiento previo y la información contextual.
Hace más de medio siglo, Warren (1970) demostró experimentalmente el llamado efecto de restauración en la percepción de fonemas. Los participantes del estudio escuchaban frases como la legislatura aprobó la normativa, pero en la grabación, un fono de alguna palabra era reemplazado por un sonido de tos. Ningún participante detectó la ausencia del fono. Esto es importante porque demuestra que, en la percepción de fonemas, no solo importa lo que escuchamos sino lo que sabemos de antemano y que nos permite completar el estímulo externo con conocimiento previo. Obviamente, se trata a nivel fonémico de la demostración del lugar del procesamiento descendente en la comprensión del lenguaje. Si el mismo fono es reemplazado por una tos en una palabra que no conocemos (o inventada, como se hace experimentalmente), se anula el procesamiento descendente, es decir, no hay conocimiento previo que nos auxilie para completar el estímulo.
El problema de la detección de palabras es aún otra demostración del lugar del procesamiento descendente en el procesamiento lingüístico. Y es un enorme misterio para la adquisición. ¿Cómo detecta una criatura humana dónde empieza una palabra y termina la otra, toda vez que las pausas no se hacen entre palabras? En idiomas como el español, plagados de resilabificación y con acentuaciones de todo tipo, el misterio es aun más palmario que en lenguas como el francés o el inglés, de acentuación más previsible (Gelormini-Lezama, 2017). En el procesamiento adulto, sin embargo, suponemos que disponemos de un diccionario mental de la lengua en la que somos competentes. En consecuencia, a pesar de que nada en el estímulo nos indica el inicio y el final de la palabra, el conocimiento previo que ponemos en juego al escuchar una frase nos permite resolver el problema de la detección. Por supuesto, un hablante monolingüe de mandarín estándar moderno que escucha español rioplatense (o viceversa), solo oirá una masa amorfa de sonidos y será incapaz de segmentar el discurso, precisamente porque el procesamiento ascendente le será insuficiente en ausencia de un procesamiento descendente que depende de un conocimiento previo del que carece.
La tarea de decisión léxica, que le pide a los sujetos determinar si una hilera de letras constituye una palabra (mesa) o no (msae), muestra que las palabras frecuentes se detectan más fácilmente que las palabras menos frecuentes. Es decir, el participante detecta en menos tiempo que un grupo de letras forman una palabra si la palabra en cuestión es una palabra frecuente. Experimentos con rastreamiento ocular han mostrado también que los participantes fijan su mirada por más tiempo en las palabras infrecuentes, lo que se interpreta como un costo extra de procesamiento para acceder al significado de la palabra (Rayner, 1998; van Gompel & Majid, 2004; Revill & Spieler, 2012).
El costo extra de procesamiento, precisamente, ha sido estudiado recientemente en trabajos que han medido el procesamiento de oraciones con lenguaje inclusivo en distintas lenguas. Zarwanitzer y Gelormini (2023) encontraron que las oraciones con lenguaje inclusivo (–e, –x) se leen más lentamente que oraciones idénticas con masculino genérico. Es importante destacar que el costo extra de procesamiento no constituye necesariamente un aspecto negativo ni debería ser usado sin más como argumento en contra del uso del lenguaje inclusivo. Si es cierto que el morfema –e genera una pieza de comunicación nueva y relevante, entonces ese costo extra está bien pagado. El costo extra es diferente de otras penalidades de procesamiento, donde los mayores tiempos de lectura no redundan en mayor información.
Asimismo, dado que la exposición al masculino genérico es mucho mayor que la exposición al lenguaje inclusivo, resulta obvio que el procesamiento descendente, formado por las expectativas y la experiencia previa, favorecerán las formas no inclusivas. De todas maneras, es menester que la psicolingüística del procesamiento de discurso prosiga sus investigaciones y añada a su consideración factores tales como el devenir del proceso de cambio lingüístico, las diferencias individuales, los sociolectos y los rasgos identitarios de género de los participantes, entre otros.
5. La gramática mental y la gramática universal
Desde la psicolingüística, hay sobrada evidencia de que la evitación de la ambigüedad no es un imperativo. Si la ambigüedad fuera el factor central del cambio lingüístico, se esperaría que las sucesivas transformaciones en nuevas lenguas encontraran en esa variable el motor fundamental. Y, exagerando el argumento, se esperaría que esto se plasmara, por ejemplo, en que el español fuera menos ambiguo que el latín.
Por otra parte, sostener que la ambigüedad es la fuente del cambio lingüístico enfrenta, desde el punto de vista de la psicología del lenguaje, la siguiente paradoja. Si acordamos que el lenguaje se genera en la mente humana, sería difícil comprender por qué por un lado el lenguaje generaría ambigüedades para luego solucionarlas. Si la evitación de la ambigüedad en el lenguaje fuera un imperativo, la mente humana no generaría ambigüedades. Sería absurdo pensar que el mismo sistema admite ambigüedades para luego rechazarlas y promover un cambio lingüístico. Por otro lado, las formas inclusivas con el morfema –e son, estrictamente, ambiguas, ya que pueden referir a grupos de personas de ambos géneros binarios, a grupos de personas que no se autoperciben en ninguno de los dos géneros, a grupos de diversas identidades sexo genéricas o para grupos formados por personas sin indicación de género.
Jackendoff (1994) define a la gramática mental como el conjunto de reglas inconscientes que nos permiten formular frases y oraciones descriptivamente aceptables. Por supuesto, la aceptabilidad dependerá de la variedad lingüística a la que hayamos sido expuestos, es decir que depende, en alguna medida, de la comunidad de hablantes a la que pertenecemos. Y decimos que esta gramática mental depende solo en alguna medida de la comunidad de hablantes a la que pertenecemos porque hay una parte de la gramática mental, el conocimiento innato o Gramática Universal (UG, del inglés Universal Grammar) que es uniforme e invariante en todas las lenguas (Chomsky, 1982, 1986, 2011).
La gramática mental, entonces, está formada por un componente innato (UG) y un componente aprendido, es decir, las reglas particulares de la variante de la lengua a la que hemos sido expuestos. Se agrega a esto, por supuesto, la correspondencia arbitraria entre significante y significado de la que disponga cada variedad lingüística (Saussure, 1916). La noción de una gramática universal es controversial, aunque en verdad es un supuesto implícito de casi todas las teorías lingüísticas hasta la aparición explícita de este constructo. Es obvio que la arbitrariedad del signo lingüístico de Saussure no aplica solamente para el suizo-alemán. Es obvio que las áreas de Brocca y Wenicke no valen solamente para la producción y comprensión del japonés y del swahili. Cabe, de todas maneras, diferenciar la gramática universal en el estricto sentido chomskiano, como facultad innata del lenguaje, idéntica en todos los humanos, de la gramática universal como colección de universales lingüísticos. Sin embargo, la existencia de universales lingüísticos puede aportar datos que redefinan, limiten o extiendan las propiedades y mecanismos de UG.
De todas maneras, cierta noción más o menos restringida de una gramática universal subyace a todas las teorías lingüísticas. Existen teorías, fuera del campo de la lingüística, que rechazan esta idea. Suelen ser modelos formulados por teóricos de otros campos que intentan reducir la adquisición del lenguaje a mecanismos propios de otros aprendizajes y de otras especies, herederos de la fisiología pavloviana y el conductismo watsoniano, renovados en las últimas décadas bajo el nombre de neurociencia (Tomasello 2000, 2006, 2008 y 2009).
6. La ambigüedad bienvenida
Pareciera absurdo no admitir que un sistema de comunicación eficiente, como mínimo, debería hacer corresponder determinada forma x a determinada pieza de información y, biunívocamente. Sin embargo, sobre todo en la última década, hay alguna evidencia, desde la psicolingüística, de que la ambigüedad puede constituir una propiedad del lenguaje deseable para la comunicación humana.
El debate acerca de la ambigüedad divide las aguas con respecto a la función primaria del lenguaje. En Chomsky, la comunicación aparece como una función bastarda del lenguaje. En reiteradas oportunidades, Chomsky ha insistido en que el lenguaje no es primeramente un instrumento de comunicación sino un instrumento de pensamiento (Chomsky, 2011; Bolhuis, Tattersall, Chomsky y Berwick, 2014). Chomsky examina lo torpe que resulta el lenguaje como instrumento de comunicación. Argumenta que, entre la eficiencia computacional y la eficiencia comunicativa, el lenguaje opta por la eficiencia computacional. La comunicación queda reducida en Chomsky a un uso secundario del lenguaje.
En contraposición a Chomsky, investigaciones recientes plantean que la ambigüedad cumple una función relevante en el lenguaje. El punto teórico importante aquí es que si la ambigüedad omnipresente en el lenguaje resulta eficaz para la comunicación, entonces la ambigüedad no puede ser usada como argumento en contra de la función primordialmente comunicativa del lenguaje. Piantadosi, Tily, y Gibson (2011) argumentan que, en presencia de un contexto suficientemente informativo, la evitación de la ambigüedad es redundante y, por ende, ineficiente. Su postura se deriva de los trabajos de Zipf (1949) basados en la hipótesis de que el lenguaje es una solución óptima para la comunicación humana, hipótesis que ha demostrado tener sustento empírico en diversos estudios sobre uso y procesamiento del lenguaje (Genzel y Charniak, 2002, 2003; Ferrer i Cancho y Solé, 2003; Aylett y Turk, 2004; Ferrer i Cancho, 2006; Jaeger, 2006, 2010; Levy y Jaeger, 2007; Piantadosi, Tily, y Gibson, 2011).
El planteo original de Zipf supone una solución a un conflicto entre el interés del mínimo esfuerzo del hablante y del oyente. El hablante minimizaría su esfuerzo si todos los significados se pudieran expresar mediante, por ejemplo, una sílaba [pa]. Esta sílaba podría querer decir me llamo Carlos o Elisa está contenta. Esto requeriría un mínimo esfuerzo por parte del hablante que no tendría que buscar en su memoria semántica el ítem léxico apropiado, ni la estructura sintáctica relevante. Pero claro, sería altamente ineficaz y completamente opaco para el oyente, para quien la mayor claridad posible es deseable. El ideal para el oyente sería la correspondencia biunívoca entre forma y significado. Aquí el oyente no tendría que hacer ningún esfuerzo en escoger el significado apropiado porque la señal sería completamente inequívoca. Se conoce como unificación la tendencia del hablante y como diversificación la tendencia del oyente. Zipf sugiere que el lenguaje ofrece una solución intermedia a estas dos fuerzas opuestas, solución que obviamente da lugar a la ambigüedad.
Contrariamente al planteo chomskiano, y dado que un intercambio lingüístico ocurre en un tiempo, espacio y contexto determinado, la comunicación eficiente supone no brindar información redundante. En consecuencia, si bien una oración puede ser ambigua tomada de forma aislada, no lo es en la enorme mayoría de usos concretos comunicativos del lenguaje. En este sentido, el argumento de la ambigüedad omnipresente del lenguaje no serviría para justificar el rechazo a la función comunicativa del lenguaje como su función primaria. En el uso real del lenguaje, la información contextual desambigua o incluso impide de antemano que se genere la ambigüedad. Es amplia la evidencia de que los oyentes usan información contextual para evitar generar ambigüedades en la comprensión del lenguaje (Tanenhaus, Spivey-Knowlton, Eberhard y Sedivy, 1995; Spivey y Tanenhaus, 1998; McDonald y Shillcock, 2003; Frisson, Rayner y Pickering, 2005; Kaiser y Trueswell, 2004; Grodner, Gibson, y Watson, 2005; Levy, 2008). En síntesis, la ambigüedad puede ser vista como resultado de los esfuerzos por crear una comunicación eficiente. Toda comunicación eficiente, parte forzosamente de elementos lingüísticos que son en teoría ambiguos, aunque no lo son en el uso concreto puesto que los hablantes hacen inferencias que les permiten resolver la ambigüedad (Grice, 1969, 1975; Sedivy, Tanenhaus, Chambers y Carlson, 1999; Levinson, 2000; Sedivy, 2002).
7. Más allá y más acá de la ambigüedad
La ambigüedad se podría definir como la no correspondencia uno a uno entre forma y significado. Como hemos dicho, esto forma parte del lenguaje en todos y cada uno de sus niveles estructurales. No hay lengua, dialecto, discurso, oración, sintagma, morfema, fonema que no pueda ser, aunque sea por un instante, ambiguo. Y sería mentiroso no admitir que es un universal raro. La inteligencia artificial reconoce que las lenguas son inherentemente ambiguas y este es tal vez el principal obstáculo que deben superar, para poder pasar del lenguaje a un sistema que aunque se llame lenguaje natural, carece de la ambigüedad que es una de sus características naturales más evidentes. Es paradójico que para que las computadoras puedan analizar el lenguaje natural deban arrebatarle esta condición, aunque esto resulta enteramente entendible cuando de lo que se trata es del lenguaje como instrumento de transmisión de información, en oposición al lenguaje como instrumento de pensamiento, construcción de significados e identidades. En este sentido, no hay nada más artificial que estos lenguajes naturales.
Lo mínimo que uno le pediría a un sistema de comunicación, como lo reflejan los sistemas de comunicación artificial, es que haya una correspondencia biunívoca entre forma y significado. Eso no existe en ninguna variedad, en ningún dialecto y en ningún idioma humano. Todas las variedades lingüísticas naturales del ser humano tienen ambigüedad en todas sus dimensiones. Es obvio entonces que es menester indagar otros factores que coadyuven al cambio lingüístico. En el caso particular que nos atañe, el lenguaje inclusivo, en todo caso, si el único motor principal fuera la solución a una ambigüedad, su destino fracasado estaría ya escrito. Pero como vimos, tal explicación es teórica y empíricamente poco satisfactoria.
Se puede plantear, en contraposición a una lectura desideologizada del cambio lingüístico, que el verdadero sustento del lenguaje inclusivo se halla en el sentido social ulterior que lo sitúa como una herramienta de lucha social y política y como factor de disputas ideológicas con las cuales algunas personas acuerdan y otras no (Kalinowski, 2018, 2019). Tosi (2021) plantea que el caso del lenguaje inclusivo constituiría más un fenómeno de discurso que estrictamente de lenguaje. Se podría sostener, en esta línea, que lo que el lenguaje inclusivo revela se manifiesta más en la enunciación que en el enunciado, como veremos más abajo. Las formas inclusivas tienen sentido porque portan rasgos identitarios, marcas de disenso que rechazan el binarismo y que pueden, a su vez, producir, y de hecho producen, rechazo.
Uno de los usos habituales del lenguaje inclusivo es en caso vocativo, en intercambios escritos u orales en el ámbito académico. Por ejemplo, hola chiques al comienzo de una exposición oral en una clase o estimadxs alumxs en un correo electrónico. Es importante destacar que si tal fuera el alcance final del lenguaje inclusivo, esto estaría muy lejos de constituir un fracaso. Como vimos más arriba, rara vez el cambio morfológico afecta a todo el paradigma. Más frecuentemente, el cambio lingüístico atañe a determinadas unidades y deja intactas a otras. Este uso, en todo caso, reafirma su función de reconocimiento y visibilización. Se usa cuando uno se dirige y nombra al otro, tema del que me ocuparé en el apartado siguiente.
8. El otro y el Otro
En la tradición psicoanalítica francesa, el reconocimiento puede entenderse de dos formas diferentes representadas por las categorías del otro con minúscula, autre, y el otro con mayúscula, Autre. El otro es la imagen de uno en el espejo y es el vecino de la otra cuadra. Es aquel con el que compartimos rasgos imaginarios que nos permiten identificarnos como semejantes. Lacan ([1949] 1988) desarrolla la noción de yo como producto relativamente tardío en el desarrollo psíquico del niño o la niña. Entre los 6 y 18 meses, el niño o la niña reconocen su imagen en el espejo y se identifican con ella. Es decir, la primera noción acerca de la identidad propia proviene de una imagen exterior que devuelve una completud de la que el infante, en su total indefensión y dependencia parental, carece. Es por este motivo que, en la teoría psicoanalítica, no se habla de identidad sino de identificación, porque el sujeto, cuando se nombra a sí mismo, se nombra con la misma ajenidad que nombra a otro y con los mismos prejuicios y significantes de los que dispone. Y desde esta corriente se asume que lo que el sujeto acepta como propio es una construcción meramente imaginaria. Es interesante así, que el yo se constituye como otro. El yo nos es tan ajeno como el otro y es tan imaginario como él.
El Otro, con mayúscula, es en sí mismo el campo del lenguaje. Es la estructura simbólica, el conjunto de los significantes de los que disponemos. Esa batería significante nos prestará algún significante que nos permitirá identificarnos. El conjunto de significantes de los que disponemos es lo que nos da ese Otro. Pero el Otro nos precede. Rara vez tenemos la oportunidad de intervenir directamente en el campo del Otro. Cuando Vargas Llosa (2019) expresa que el lenguaje inclusivo es una aberración, por considerarlo un forzamiento artificial, encuentro que lo que Vargas Llosa rechaza es, precisamente, el atrevimiento de intervenir en el campo del Otro creando un significante nuevo. Lo interesante es que ese paso gigante ya ha sido dado. Tanto el morfema –e como los sustantivos femeninos como presidenta ya existen en el campo del Otro, y sus efectos son, en cierta medida, independientes del uso individual que hagamos o no de él.
Para ilustrar, recientemente, un diputado terminó su exposición dirigiéndose a la presidenta de la cámara de diputados diciéndole muchas gracias, señora presidente, acentuando la –e final, convirtiendo la palabra en aguda. ¿Por qué? En principio, está muy claro que, aunque su enunciado intente desmentirlo, su acto de habla no constituye un agradecimiento. Pero, además, la acentuación aguda es una violación de la gramática, en sentido descriptivo. Es decir, no estamos aquí ante un tipo de error prescriptivo o normativo. Ningún hablante de español dice presidenté con acento en la –e. En este caso, la –e forzadamente acentuada adquiere sentido por oposición a la –a, que el diputado rehúsa decir. Al estar intervenido el Otro cuando se acentúa presidenté, esta palabra queda inevitablemente interpretada en oposición a aquella que queda en calidad de “no dicha”, en este caso, presidenta, en femenino. Y lo no dicho forma parte de la comunicación porque es constitutivo de la enunciación.
La intervención del lenguaje inclusivo es en ese sentido exitosa, independientemente del uso que cada persona decida o no hacer de él. Pierde sentido la predicción en términos de éxito o fracaso. En el ejemplo citado, lo inclusivo queda rechazado en su dicho pero reconocido en su decir. Claramente, que un diputado manifieste su rechazo al lenguaje inclusivo, no hace sino enfatizar el valor político e ideológico de carácter disruptivo de estas formas, que están asociadas a un conjunto de ideas con las que el diputado no acuerda.
De modo similar, cuando alguien dice los alumnos queda no dicho las alumnas y les alumnes. Así funciona el lenguaje. El significante opera por oposición desde la noción de valor de Saussure (1916) hasta la fecha. Intentar hacer que el lenguaje inclusivo no exista, como el ejemplo ilustra, no hace sino visibilizarlo aún más bajo la forma del rechazo. En el paradigma ahora están presidente y presidenta. El lenguaje inclusivo forma parte del Otro, independientemente del uso que cada persona haga o no de él. Hasta hace pocas décadas, presidente no se oponía a presidenta puesto que presidenta refería únicamente a la mujer del presidente, acepción que, por cierto, la RAE continúa reconociendo, en contraposición a presidente, que en ningún caso puede referir al marido de la presidenta (o del presidente). Es obvio que es el nuevo valor de presidenta lo que genera rechazo. El diputado tal vez no advirtió que en su obstinación en contra del sustantivo presidenta se hallaba su admisión tácita de una realidad social en la que las mujeres pueden ser presidentas, bajo la forma de lo que Freud (1938) llamaba renegación, es decir, el mecanismo por el cual intentamos defendernos de una realidad que nos rehusamos a aceptar porque nos resulta intolerable, en este caso, tener sentada en frente a una mujer presidenta.
9. La sujeción a la enunciación
La lingüística encuentra en el texto las expresiones y elementos deícticos que permiten rastrear las marcas de la enunciación en el enunciado. Así, estas expresiones serían las huellas que el sujeto deja como señales de su presencia y de su acto. En la tradición psicoanalítica, la enunciación no es un acto del que el yo sea el amo. La enunciación en este marco alude muy particularmente a aquello que se halla en lo no dicho, aspecto que Lacan (1973) marca muy particularmente en su seminario XX y que hemos ilustrado con el ejemplo del legislador.
La enunciación, en el sentido de lo que revela la presencia del sujeto, se halla en los intersticios, en lo no dicho, en los lapsus, en todo aquello que escapa al control de un supuesto locutor-enunciador. El yo no es amo en su propia casa (Freud, 1917). El yo es una ilusión, necesaria, pero una ilusión. El yo como instancia imaginaria le devuelve al sujeto la ficción de ser un actor autónomo que controla su discurso y su vida.
Lacan ([1960] 1987) insiste en que la presencia del inconsciente, por situarse en el lugar del Otro, ha de buscarse en todo discurso, en su enunciación. Lo que nos revela como sujetos del inconsciente se encuentra entonces en la enunciación, que por supuesto, y precisamente por remitir al campo del Otro, no se corresponde ni con atributos reales o ficticios, ya que ambos se sitúan enteramente en el registro de lo imaginario. Lo que nos determina se halla en el campo del Otro simbólico, en la materialidad del significante, más allá o más acá de la significación.
Lacan invierte la fórmula saussureana y ubica al significante por encima del significado. El Otro es un orden puramente significante y el inconsciente está estructurado así. El inconsciente ya no es el inconsciente freudiano de significaciones pecaminosas intolerables para la conciencia. El inconsciente está estructurado como un lenguaje, no es una estructura de signos sino de significantes. El significante tiene primacía sobre el significado y la barra que los separa es una indicación de que la significación adviene en momentos particulares de la cadena significante, muy distinto por cierto al vínculo biunívoco que une al significado con el significante en algunas lecturas superficiales de Saussure.
Así, el sujeto se dice de forma indirecta. El yo remite al aspecto más superficial e imaginario de nuestra existencia. La enunciación, en cambio, es una ventana a la subjetividad. Como dice Borges (1977) en el poema Un Escolio: “Homero no ignoraba que las cosas deben decirse de manera indirecta” (p. 22). En este sentido, agregaríamos que las cosas que importan a la subjetividad solamente pueden decirse de manera indirecta. La mera pronunciación de un aparentemente insignificante morfema de un solo fono –e puede así despertar más indignación que una larga diatriba en contra del lenguaje sexista. La sutileza de la –e como marca de la diferencia, de la disidencia, de la otredad, hace visible así lo que para muchos sectores de la sociedad puede resultar intolerable. Lo intolerable para el diputado queda así expuesto en la admisión tácita de que la mujer a la que dirige su hostil presidente es efectivamente, para su propio saber, una mujer que preside. En la disputa imaginaria especular que se genera, la respuesta gracias diputada, por parte de la presidenta, resulta, acaso con razón, igualmente hostil.
Da parcial soporte a la idea de que el rechazo al lenguaje inclusivo se vincula con el atrevimiento de intervenir en el campo del Otro, que las críticas al lenguaje inclusivo operen bajo la lógica de las mujeres ya están incluidas en el todos (Mendívil Giró, 2020). Es decir, se niega la necesidad de la creación de una nueva forma. Pero esa protesta se enmarcaría en el lema no a los sinónimos, es decir, es absurda desde el punto de vista de la estructura del lenguaje, que hace uso de la ambigüedad y la repetición sin el menor reparo y sin el menor respeto por la supuesta función informativa del lenguaje. El lenguaje inclusivo es ambiguo como también lo es el masculino genérico, pero está claro que las formas inclusivas conllevan otros sesgos: no presuponen que hay dos géneros y no condicionan ni limitan las referencias que podemos hacer con él. Las formas inclusivas hacen explícito que todos o las personas en general no dan cuenta de todas las posibles identidades. Hacen obvio que algo falta.
Uno podría decir con Lacan que los significantes nunca alcanzan. Lacan concibe al Otro como barrado, el tesoro de los significantes es incompleto. Creer que dispondremos algún día de todos los significantes para nombrar todas y cada una de nuestras posibles identidades es una ilusión. Aquí se pone en juego nuevamente la ficción del yo que se cree amo del discurso. El sujeto, en este sentido, es producto del discurso, no su causa. El sujeto está sujeto al orden significante. En esta línea, oponer unicidad a polifonía es igualmente imaginario, toda vez que el sujeto no es nunca enteramente capturable, ni como individuo, ni como conjunto de voces (Ducrot, 1984). Nada más lejano al sujeto de la enunciación en Lacan que la idea de unidad, en ningún sentido. El sujeto no es ni un locutor, ni un objeto empírico, ni un conjunto de voces. Cuando se habla de sujeto hablante en el campo del psicoanálisis, si hay algo que esta expresión enfatiza es lo opuesto a la idea de unidad. El concepto de yo (en francés no je, sino moi) es la instancia de una unidad que, como vimos, está constituida, desde su raíz, de modo completamente ilusorio. El sujeto, en su incompletud, en su naturaleza incapturable, es plenamente un efecto de discurso, sujeto al orden significante. Y en él, podemos encontrar su historia o la historia de la humanidad entera, un discurso que se entrelaza con otros discursos y una multiplicidad de voces. Así, el sujeto de la enunciación que se revela en el discurso “está siempre construido por otros discursos” (García Negroni y Hall, 2022). La alteridad, y la heterogeneidad son en este sentido constitutivas de todo discurso (Authier-Revuz, 1984). Lo que el psicoanálisis subraya es que ni la unicidad, ni la polifonía permiten capturar enteramente al sujeto. Que de él, de su voz, o de sus voces, lo único que tenemos son huellas.
10. Conclusión
En este artículo pusimos en cuestión la hipótesis del surgimiento del lenguaje inclusivo como solución a una ambigüedad. Mostramos que la ambigüedad es un fenómeno que atraviesa al lenguaje en todos sus niveles y dimensiones. Repensamos el lenguaje inclusivo como intervención en el campo del Otro, tesoro de los significantes. Recurrimos a la inversión que Lacan opera tanto en Freud como en Saussure para mostrar que la subjetividad es efecto de un orden significante incompleto y que, por consiguiente, las subjetividades se dicen a medias.
Terminaremos diciendo que el lenguaje inclusivo no tiene una única causa, pero que podemos concebirlo en sí mismo como parte de una causa. Esta causa no es de naturaleza lingüística, es de naturaleza social y política y sus efectos son independientes de si el hablante en particular usa o no formas inclusivas. Como decíamos, en algún sentido el lenguaje inclusivo es más ambiguo, no menos. El morfema –e, y los correspondientes grafemas “e”, “x”, “@”, pueden referir tanto a personas cuya autopercepción no se corresponde con ninguno de los géneros binarios o a grupos formados por personas con una variedad de identidades de género. Así, la fortaleza del lenguaje inclusivo acaso resida en su capacidad de ser más ambiguo, no menos. Es decir, habilita la expresión de la otredad y la disidencia, precisamente porque su ambigüedad se lo faculta. La –e también es un modo de habilitar la no explicitación de la identidad de género o su carencia, para quienes, por ejemplo, decidan que el género no constituye un rasgo de identificación relevante.
Finalmente, si la –e es inclusiva es porque es más ambigua. Y, por cierto, si de lo que se trata es de la osadía de intervenir el campo del Otro, que la RAE lo rechace es mucho más conveniente. En este sentido, la RAE cayó en la trampa del lenguaje inclusivo. Pasarán algunas décadas y lo aceptará. O no, pero ya su rechazo o beneplácito carecerá de importancia.
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Recepción: 07 Diciembre 2022
Aprobación: 16 Mayo 2023
Publicación: 01 Septiembre 2023