Dosier: Discursividades disidentes. Reflexiones sobre el lenguaje no sexista,
el lenguaje inclusivo y los discursos con perspectiva de género
“¡Que se vayan a lavar los platos!” Formas “sutiles” del sexismo en el lenguaje
Resumen: En los últimos años, tanto en español como en otras lenguas, se ha generado un debate sobre el sexismo en el lenguaje, en particular cuando el masculino morfológico en su valor no marcado alude a seres sexuados. Sin embargo, no es esa la única manifestación del sexismo en el lenguaje. Tras realizar una revisión bibliográfica, en este trabajo se analizan críticamente seis ejemplos distintos de sexismo sutil en el lenguaje español: el empleo de supuestos neutros, sintagmas que reproducen estereotipos, algunas definiciones de diccionario, el uso en masculino del cargo de las mujeres, la contravención de normas discursivas protocolares y el tratamiento asimétrico de hombres y mujeres. Con todo, se advierte que la eliminación de esos usos (o su inexistencia en algunas lenguas) no entraña, per se, la igualdad de los derechos de género en la sociedad.
Palabras clave: Sexismo, Lenguaje, Estereotipos, Género morfológico, Género social.
“Let’s them go wash up!” Subtle forms of sexism in language
Abstract: In recent years, both in Spanish and in other languages, a debate has been generated about sexism in language, particularly when the morphological masculine in its unmarked value alludes to sexed beings. However, this is not the only manifestation of sexism in language. After conducting a bibliographical review, this paper critically analyzes six different examples of subtle sexism in the Spanish language: the use of neutral-gendered terms, syntagms that reproduce stereotypes, some dictionary definitions, the use of masculine nouns for professional women, the contravention of discursive protocol norms, and the asymmetrical treatment of men and women. However, it should be noted that the elimination of these usages (or their non-existence in some languages) does not imply, per se, equality of gender rights in society.
Keywords: Sexism, Language, Stereotypes, Morphological gender, Social gender.
1. Introducción
Gutiérrez tiene un hermano, pero el hermano de Gutiérrez nunca tuvo un hermano.
El género morfológico que se manifiesta en distintas lenguas está convocando, desde hace algunas décadas, el interés tanto de académicos y académicas como de personas legas y eso está sucediendo en distintos lugares del mundo al mismo tiempo. Es que, en esas lenguas, cuando el género morfológico denota seres sexuados, el masculino funciona como masculino propiamente dicho, pero también como la forma genérica que incluye al femenino.
Este fenómeno es interpretado por diversos grupos que militan los derechos de género como una expresión palmaria del sexismo en el lenguaje.1 Es esa la razón por la cual muchas y muchos hablantes desafían la tradición gramatical y buscan símbolos o morfemas sucedáneos para evitar el uso del masculino en su valor genérico. Diversos trabajos se han ocupado de esto (Lindqvist Renström & Gustaffson, 2019; Stout & Dasgupta, 2011).2
Con todo, la manifestación del sexismo en el lenguaje no se reduce al empleo del masculino genérico. Las ocurrencias sutiles del sexismo lingüístico están tan naturalizadas que ni siquiera suelen advertir su existencia las personas que entienden que el masculino genérico es una prueba más –en este caso, en el lenguaje– de la cultura patriarcal. El ejemplo del epígrafe parece clave: dado que a las mujeres no se las suele llamar por el apellido a secas, la representación mental que se propicia con la enunciación de “Gutiérrez” es la de un hombre. La respuesta es, desde luego, que Gutiérrez es una mujer y, por lo tanto, su hermano no tiene un hermano sino una hermana.
En este trabajo nos proponemos presentar algunos ejemplos de sexismo sutil en el lenguaje, con el objetivo de traer a la discusión aspectos del sexismo lingüístico que resultan soslayados habitualmente. Por medio de una revisión bibliográfica y el análisis crítico de algunos ejemplos, se destacará la existencia de expresiones que, sutilmente, se orientan a la discriminación del género social femenino.
En lo que sigue, haremos en primer lugar una revisión bibliográfica con el fin de describir el género como categoría morfológica del lenguaje, plantearemos luego la pertinencia de su impacto condicionante en la configuración de las imágenes mentales y en la construcción de estereotipos y analizaremos críticamente ejemplos de sexismo sutil en el lenguaje, para terminar con algunas disquisiciones a modo de conclusión.
2. La categoría morfológica del género
El género morfológico es una categoría que se manifiesta en distintas lenguas del mundo, particularmente en los pronombres personales y en los sustantivos (Hockett, 1958; Polinsky & Van Everbroek, 2000; Stahlberg, Braun, Irmen & Sczesny, 2007), sean estos comunes (como ocurre en español: la mesa, el cuadro), sean estos propios (como ocurre con los apellidos en ruso: María Sharápova, Yuri Sharápov).
Hay lenguas que no tienen marcación de género (como el finlandés o el turco); se las suele clasificar como lenguas sin género. Hay lenguas que solo manifiestan –en principio– género en los pronombres (como el sueco o el inglés); se las conoce como lenguas de género natural.3 Finalmente, hay lenguas en las que la categoría del género se expresa en los pronombres y los sustantivos (como ocurre en el alemán y en el español) y, en muchos casos, esa expresión determina proyecciones de concordancia genérica en otras clases de palabras: determinativos, adjetivos, participios. Estas son las lenguas de género gramatical.4
En particular para este último caso, el género es una categoría inherente a cada sustantivo, categoría que resulta mayormente inmotivada. Tomemos el caso del español, que es una lengua de género gramatical en la que el género define una oposición entre femenino y masculino. Desde el punto de vista morfológico, los sustantivos terminados en -a tienden a ser femeninos (la casa, la alegría) y el resto, sea que terminen en otra vocal o sea que terminen en consonante, tienden a ser masculinos (el coro, el maní, el ambiente, el vermú, el diapasón).5
No es esta, sin embargo, una regla absoluta: el poema y el diafragma son sustantivos masculinos, aunque terminen con -a; la mano, la hurí, la serie, la tribu y la canción son sustantivos femeninos, aunque no terminen con -a. Y frente puede ser tanto femenino (la frente) cuanto masculino (el frente), con significados diferenciados.6 Estos últimos casos dan muestra cierta de que es la proyección de concordancia lo que deja en claro cuál es el género del sustantivo en cuestión y no tanto su desinencia.
De cualquier manera, y más allá de esa condición de inherencia en la mayoría de los sustantivos, debe observarse que, en lenguas distintas del español, el género puede representar nociones de distinto tipo, como humano/no humano o animado/inanimado (Corbett, 2006).
Por su parte, la clasificación entre femenino y masculino definida por el género en español permite, algunas veces, determinar distinciones semánticas.7 En concreto, la alternancia femenino/masculino puede brindar información en cuanto al significado: fruto/árbol (manzana, manzano), tamaño menor/tamaño mayor (cuchara, cucharón), forma (ría/río), no contable/contable (leña, leño) y “sexo” femenino/ “sexo” masculino (mujer, hombre).8
Cuando el género morfológico brinda información semántica con sustantivos que denotan individuos sexuados, el género femenino suele diferenciar a las mujeres y las hembras, mientras que el masculino lo hace con los hombres y los machos. Dado que, en esos casos, no se trata de una categoría inherente sino, antes bien, de una designación que puede entenderse como referencia exofórica o exterior al texto, el debate contemporáneo acerca de los géneros sociales comienza a poner en entredicho algunos usos del masculino.
El masculino, tanto en español como en otras lenguas –en las que también se está desarrollando un debate sobre el mismo asunto en este primer cuarto del siglo xxi, tal como se dijo más arriba–, tiene una doble función: la de género masculino propiamente dicho y la de género no marcado. El género no marcado es el que, siendo miembro de una oposición –en el caso del español, binaria– puede abarcarla en su conjunto, es decir, puede actuar con valor genérico. Esa ambigüedad que le es propia al masculino llega a dar lugar a malas interpretaciones. Desde luego, en muchos casos, no parece que existan dificultades para interpretar la generalidad. En la frase “el perro es el mejor amigo del hombre”, se comprende que se está hablando de la totalidad de la raza canina (perros y perras) como gran compañera de la especie humana.
Asimismo, hay una clase de sustantivos que designan seres sexuados y, sin embargo, no admite ningún tipo de confusiones en relación con el género: los sustantivos ortónimos (Lliteras, 2019). Los sustantivos ortónimos son aquellos que aluden de manera exclusiva a un solo sexo, como es el caso de marido, odalisca o toro. Calificada como “nueva clase” por Gutiérrez Ordóñez (2019), la característica de los ortónimos es que el masculino nunca se comporta como genérico: yernos alude siempre a los esposos de la hija (nunca a las nueras), caballero no puede más que designar a un hombre (jamás engloba el concepto dama).
Contrariamente, existe una clase de sustantivos que siempre requieren alguna forma de dilucidación denotativa, porque, en tanto son sustantivos de género inherente, no aclaran el sexo del ser al que designan: los sustantivos epicenos. Epicenos como pantera o murciélago admiten ser modificados por el término macho o el término hembra, en función de la especificación del sexo de la entidad designada. No es posible agregar estos mismos modificadores a los epicenos que aluden a personas, como víctima o personaje. En estos casos, la especificación suele estar dada por la atribución: la víctima masculina, el personaje femenino.
En cuanto a los heterónimos, sustantivos que aluden a seres sexuados y se emparentan por el significado, estos se oponen porque provienen de distintas raíces, tal cual ocurre con madre y padre. Ha de notarse, en pares como este, que el masculino sí asume la interpretación genérica. Así, cuando se habla de los padres (o, incluso, del padre), la referencia puede señalar tanto al masculino exclusivo como al masculino y al femenino juntos.9 Ciertos ortónimos pueden ser considerados una subclase de los heterónimos, desde el momento en que están emparentados por el significado, pero utilizan radicales diferentes. A algunos de los ejemplos brindados aquí pueden sumarse otros como caballo y yegua.
De cualquier manera, los enunciados que pueden disparar la discusión son los verdaderamente ambiguos entre masculinos específicos y genéricos. Así, si un aviso clasificado pidiera “se necesitan psicólogos para el penal de varones”, resultaría complejo decidir, sin más explicitación, si el anuncio apunta a la generalidad de las personas con grado en Psicología o exclusivamente a profesionales varones.10 Como parece evidente, solo una información extra o incluso externa al propio aviso orientará a comprender de manera adecuada el alcance de ese masculino.
Esta condición no marcada del masculino es interpretada por algunos colectivos (particularmente los que militan los derechos de género) como una cristalización que pone en evidencia que las sociedades que hablan estas lenguas se encuentran dominadas por una cultura patriarcal.
En este sentido, resulta pertinente preguntarse en qué medida el género morfológico determina representaciones mentales que puedan entenderse como estereotípicas. De esta cuestión nos ocuparemos en el próximo parágrafo.
3. El género como condicionante de estereotipos
Según el Diccionario de la Lengua Española (DLE), un estereotipo es cualquier conjunto de creencias sobregeneralizadas e inmutables relativas a los atributos de un grupo humano. Ese conjunto de creencias conduce a percibir a cada nuevo integrante de ese grupo según la expectativa que se ha construido previamente sobre ellas (Stroebe & Insko, 1989; Gorham, 1999). En pocas palabras, los estereotipos son categorías descriptivas simplificadoras que viabilizan calificaciones de sujetos y de grupos en función de clichés sociales. En este trabajo, resulta relevante considerar la existencia de estereotipos de género (social), particularmente en el sentido de que el género morfológico inspira ciertas representaciones mentales cristalizadas.
Con Jenny Chesire, definimos género (social) como “la elaboración social y cultural de la diferencia sexual: un proceso que restringe nuestros roles sociales, nuestras oportunidades y nuestras expectativas” (Chesire, 2004, p. 423).11 En efecto, el género social determina no solo los comportamientos de cada sujeto y de la sociedad –qué tipos de intercambios tienen habilitados, qué roles pueden ocupar, qué profesiones pueden elegir, de qué manera se espera que hablen– sino, sobre todo, qué representaciones son admisibles para asociarse a esa diferenciación y cómo esas prácticas, repetidas y ritualizadas, se imponen a los individuos (Butler, 1993). Tal cual afirma Ellemers, “los estereotipos de género impactan implícitamente en las expectativas que tenemos sobre las cualidades, las prioridades y las necesidades de hombres y mujeres individuales y de los estándares que deben alcanzar” (Ellemers, 2018, p. 280).
Desde una perspectiva más sociológica, como expresa Cháneton que lee a autores como Zillah Eisenstein y Michel Foucault, prevalece una fuerte relación entre la economía burguesa de la modernidad y el control social, de donde proviene la fusión entre capitalismo y patriarcado. Y es que, hasta no hace muchas décadas, el contraste entre los roles femeninos y masculinos quedaba expresado de manera tajante en las categorías privado-reproductivo-femenino y público-productivo-masculino y se establecía de ese modo un orden disciplinatorio de esas diferencias (Cháneton, 2009). Esto es, ha primado socialmente una concepción esencialista del género.
La prescripción relativa a la educación de las mujeres que expresa Rousseau en el Emilio o de la educación suena a día de hoy como muy anticuada:
la educación de las mujeres debe estar en relación con la de los hombres. Agradarles, serles útiles, hacerse amar y honrar de ellos, educarlos cuando niños, cuidarlos cuando mayores, aconsejarlos, consolarlos y hacerles grata y suave la vida son las obligaciones de las mujeres en todos los tiempos, y esto es lo que desde su niñez se las debe enseñar (Rousseau, 1762, Libro V).
Sin embargo, una revista para mujeres de Buenos Aires, en marzo de 1968, publicaba la siguiente recomendación:
Confundir roles: Si asumir incidentalmente la tarea del otro puede solucionar emergencias e integrar mejor a la pareja, eso no significa de ningún modo que el intercambio permanente de papeles resulte beneficioso ni mucho menos. Si él se malubica en “ama de casa” y ella se apropia del cargo de “jefe de familia”, serán la pareja y su buen equilibrio los que acusen efecto del procedimiento erróneo (Revista Mucho Gusto, marzo de 1968, p. 14).
La investigación se ha ocupado extensivamente de este fenómeno asociado al lenguaje. Lakoff (1973), con su trabajo seminal, al igual que muchos otros autores,12 ha advertido sobre ciertos usos lingüísticos que, en definitiva, mantienen y refuerzan los estereotipos que determinan diferencias de poder entre los géneros sociales.
Entre esos usos, vemos el empleo todavía extendido en el mundo hispanohablante del cargo o la profesión en masculino para mujeres, tal como se ve en el título de un artículo científico publicado en una revista chilena indexada: “Nina Braunwald, M.D. (1928–1992) Primera mujer cirujano cardiovascular y cirujano del primer reemplazo valvular mitral exitoso a 25 años de su muerte” (Revista chilena de cardiología, diciembre 2017).
Este ejemplo es una muestra de la potencia de los estereotipos. Debe notarse que este uso tiene una explicación histórica. Hasta no hace muchos años, cuando la cantidad de mujeres era aún escasa en las universidades, se solía usar el femenino de cargos y profesiones para designar a las esposas de los funcionarios y de los profesionales: la cirujana era, entonces, la esposa del cirujano; frecuentemente, ama de casa.
De allí que aún hoy, en muchos países de habla española, el femenino de cargos y profesiones conlleve un matiz despectivo y se sienta como estigmatizante, lo que provoca que las profesionales elijan ser nombradas en masculino. Con el nombre del cargo en masculino se evita la posible interpretación de “esposa de” (Ambadiang, 1999).
Como fuere, la prueba probablemente más acabada de que los estereotipos de género se encuentran enraizados en la lengua es el modo en que intervienen en las imágenes mentales suscitadas por los sustantivos de género inherente que no aluden a seres sexuados. Señalan Boroditsky & Schmidt (2000) que, cuando los hablantes del español son interrogados acerca de las características del sol, ellos le adjudican a este, atributos del tipo radiante y potente, en tanto que de la luna afirman que es fina y brillante. Los hablantes del alemán usan calificativos similares, pero a la inversa, porque sol (die Sonne) es femenino y luna (der Mond) es masculino. En las palabras de las autoras, “las ideas que la gente tiene acerca del género de los objetos están fuertemente influidas por los géneros gramaticales asignados a estos objetos en sus lenguas maternas” (Boroditsky & Schmidt, 2000, p. 5). Para decirlo de otro modo, no es inocuo el género de los sustantivos cuando se trata del tipo de representaciones mentales que se les asocian: en concreto, el género de los sustantivos impacta en el modo en que los hablantes asumen la descripción del mundo, esa práctica que es investidura de significación por medio del lenguaje de la que habla Foucault (1980).13
4. Sesgos sexistas en el lenguaje
Dado que el género de los sustantivos –y consecuentemente de sus proyecciones de concordancia–, cuando se trata de sustantivos que aluden a seres sexuados, se asocia con la biología, es decir, con el sexo del denotado, existe una tensión en muchos casos entre el género morfológico y el género social.
En primer lugar, debe notarse que la relación entre sexo y género no resulta biyectiva. El sexo es “un constructo biológico que encapsula la variación anatómica, fisiológica, genética y hormonal que existe en las especies” (Johnson & Repta, 2012, p. 19). El género, por su parte, es “un constructo multidimensional que se refiere a los distintos roles, responsabilidades, limitaciones y experiencias proporcionadas a los individuos en función de su sexo/género actual” (Johnson & Repta, 2012, pp. 20-21).
Mas allá de la discusión sobre la binariedad de los géneros, el debate acerca de esos roles y limitaciones pone sobre la palestra la equiparación género morfológico-género social que los usos del masculino en su valor genérico terminan fijando.14 Nos referimos a la cantidad de investigaciones que han mostrado un sesgo en la lectura en favor del masculino propiamente dicho o específico cuando este se usa como no marcado.
Muchos trabajos se han ocupado de mostrar que la publicación de avisos clasificados en masculino genérico alienta la presentación y la contratación de trabajadores o profesionales varones y desalienta la presentación y la contratación de trabajadoras y profesionales mujeres (Bem & Bem, 1973; Chatard, Guimond & Martinot, 2005; Gaucher, Frieser & Kay, 2011; Horvath & Sczesny, 2015; Vervecken & Hannover, 2015). Incluso, se ha demostrado que la expresión en masculino genérico de la oferta laboral, en particular para puestos de alta jerarquía, induce evaluaciones más positivas para los varones (Formanowicz, Bedynska, Cislak, Braun & Sczesny, 2013; Stout & Dasgupta, 2011).
Otros estudios (Crawford & English, 1984; Jacobson & Insko, 1985; Stahlberg, Sczesny & Braun, 2001) han mostrado que, cuando se intenta elicitar, con masculino genérico, el nombre de especialistas (médicos o médicas, biólogas o biólogos, músicas o músicos) o personajes literarios, los informantes (y las informantes también) tienden a recordar varones, lo que patentiza el sesgo de la interpretación del masculino morfológico en favor del masculino específico. En alguna medida, Bourdieu confirma esto desde su mirada sociológica: “la fuerza del orden masculino se ve en el hecho de que no hay necesidad de justificación: la visión androcéntrica se impone como neutral y no necesita ser expresada en discursos destinados a legitimarla” (Bourdieu,1998, p. 22).
Pero el sexismo en el lenguaje no se limita al uso del masculino como genérico, según se ha visto ya con el género de cargos y profesiones de mujeres. En lo que sigue, nos ocuparemos de exponer algunas manifestaciones sutiles de sexismo lingüístico en favor del masculino.
5. Formas sutiles de sexismo en el lenguaje
Se sabe que el lenguaje determina un orden simbólico por excelencia. El uso orienta a los hablantes a tomar por natural lo que es habitual, es decir, lo que se cree que viene dado. Pero los estudios citados en los parágrafos anteriores parecen dar muestra del impacto que en las imágenes que se construyen en la mente –y que pueden influir las actitudes y los comportamientos de las personas– tiene el empleo de formas masculinas genéricas.
Con todo, pretendemos aquí mostrar –sin pretensión de exhaustividad– que el sexismo en el lenguaje no se reduce a la presencia del masculino no marcado.15 Y que las expresiones que manifiestan un sexismo sutil llegan incluso a contravenir la regla de economía que aducen quienes rechazan la idea de un sexismo manifestado en el lenguaje. Nos basamos para algunas de nuestras búsquedas en Mercedes Bengoechea (2009).
a. El neutro
La Nueva Gramática de la lengua española (NGLE) afirma que “el neutro no es propiamente un tercer género del español, equiparable a los otros dos, sino más bien el exponente de una clase gramatical de palabras que designan ciertas nociones abstractas”. En sus términos, solo pronombres como lo o esto cuando refieren a sintagmas u oraciones completas pueden considerarse neutros. Ni los sustantivos ni los adjetivos tienen morfema que corresponda a un género neutro.16 Y esto queda evidenciado, asimismo, cuando se emplean algunos pronombres indefinidos que, en sus proyecciones, confirman que su género es el masculino. Veamos estos ejemplos:
¿Cómo podemos reconocer que alguien está cansado?
No hubo ningún despertar en el dos mil porque nadie estaba dormido.
Como puede constatarse, las frases citadas rechazan el femenino (“alguien está cansada” o “nadie estaba dormida”), en la medida en que se ajustan a la concordancia del masculino. Y, si bien ese masculino pudiera entenderse aquí en su acepción genérica, no deja de orientar hacia la interpretación propia o específica, como han mostrado los estudios registrados más arriba.
b. Sintagmas enfrentados
Una simple búsqueda en Internet nos permite hacer una comparación entre ocurrencias: al sintagma “los juristas varones” no se le opone realmente el sintagma “las juristas mujeres”, sino, antes bien, “las mujeres juristas”. En el primer sintagma, “los juristas varones”, el sustantivo varones, que se encuentra en función apositiva, modifica, para especificarlo –es decir, para impugnar la interpretación genérica–, al sustantivo que se encuentra a su izquierda y que nuclea el sintagma. Dicho de otro modo, el sustantivo varones restringe el alcance del sustantivo juristas. A diferencia de este, en el sintagma “las mujeres juristas” el núcleo es mujeres, en tanto juristas, que denota cargo o profesión, es el sustantivo que especifica al núcleo. Nótese, asimismo, que resultaría suficiente con decir “las juristas” para aclarar el género de los individuos denotados por el sustantivo.
Al decir “las mujeres juristas” se dota al término “mujer” de esencialidad, se le otorga centralidad significativa en la expresión. Pero, como sostiene Judith Butler, el término “fracasa en su pretendida exhaustividad”, desde el momento en que el género intersecta con otras modalidades identitarias: la profesión, la edad, la etnia, la nacionalidad, el estilo de vida (Butler, 1990, p. 3). Y reproduce, además, el estereotipo que restringe a la mujer al ámbito privado –como si ejercer una profesión fuera para ella una cuestión periférica–, al tiempo que el sintagma “los juristas varones” perpetúa el estereotipo del hombre que aprehende su esencia en el ámbito público.
Un segundo ejemplo de confrontación sintagmática viene dado por atributos que pueden adjuntarse a hombre, por un lado, y mujer, por el otro. Motivo de “humor” lingüístico o sexista, el empleo del adjetivo público en posición atributiva, por ejemplo, ofrece definiciones bien distintas, como se ve en las siguientes entradas del DLE: “Hombre público: 1. m. hombre que tiene presencia e influjo en la vida social”; “Mujer pública: 1. f. prostituta”.
Debe notarse que los colectivos feministas y, en general, quienes promueven la igualdad de derechos de género vienen haciendo presión en contra de estos usos sexistas. No ha de olvidarse, por ello, que en el año 2018 la Real Academia Española –que argumenta su no interferencia ideológica en las definiciones y defiende su intervención como simple registro de lo que dicen quienes hablan español– cambió el sustantivo mujer por el sustantivo persona en la entrada de fácil: ‘dicho de una persona [donde antes decía mujer] que se presta sin problemas a mantener relaciones sexuales’.
c. Definiciones de diccionario
En otros casos, las definiciones del diccionario ofrecen ya sea contrastes poderosos entre sustantivos equiparables que aluden a uno y otro sexo, ya sea orientaciones y colocaciones en las que el masculino no marcado parece resaltar la interpretación de masculino específico.
Comparemos las entradas correspondientes a los órganos genitales en el DLE: “pene. Del lat. penis. 1. m. Órgano masculino del hombre y de algunos animales que sirve para miccionar y copular”; “vagina. Del lat. Vagīna 'vaina'. 1. f. Conducto muscular y membranoso de las hembras de los mamíferos que se extiende desde la vulva hasta la matriz”.
Como puede observarse, al definir el pene se construye el sintagma “el hombre y algunos animales”, con lo que se brinda a la clasificación del hombre un estatuto separado del de los animales. Por el contrario, al definir la vagina no se menciona a la mujer de manera independiente: la definición obliga a interpretar que las mujeres son hembras de mamíferos, no tienen un estatuto que las distinga de los demás animales.
Queda claro en este cotejo la posición de supremacía que se da, desde el diccionario, a los hombres por sobre las mujeres: la condición de humanidad, es decir, de superioridad que ellos tienen en relación con los animales aparece diluida cuando se trata de las mujeres. Esa condición que distingue a los seres humanos de los animales también parece suprimida en alusión a las mujeres con algunos empleos del masculino genérico por medio del sustantivo hombre. Un ejemplo: “libertad. Del lat. libertas, -ātis. f. Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera y no de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos” (DLE).
La definición que se brinda aquí parece invitar a la pregunta por cuál es entonces la facultad natural equiparable en la mujer.
Similar y quizá agravada –desde este punto de vista– resulta la definición del adjetivo humano, na: “humano, na. del lat. humānus.1. adj. Dicho de un ser: Que tiene naturaleza de hombre (|| ser racional)” (DLE).
No solo se ha empleado el sustantivo hombre como definición de miembro de la raza humana (expresión que podría interpretarse como específica), sino que se lo coloca junto a la explicitación “ser racional”. Es necesario, de cualquier manera, hacer la salvedad correspondiente. El sustantivo hombre aparece en la definición en línea hipervinculado, de modo que al cliquear en esa palabra conduce a la definición de hombre que reza “Ser animado racional, varón o mujer”. Si bien esta acción redime la definición inicial (y justifica la aclaración “ser racional” como acepción a la que debe recurrirse), es esperable que la mayoría de las personas que buscan el término abandonen la búsqueda en la primera página digital.
d. Cargos y profesiones en masculino
Hemos constatado más arriba el uso de cargos y profesiones en masculino para mujeres. Allí, además, se ha brindado una explicación que justifica ese uso en los dialectos que lo emplean.
Resulta interesante destacar, de cualquier modo, el caso de un cargo que tradicionalmente fue ocupado por hombres, al menos cuando se trata de jerarquías democráticas nacionales. El empleo del sustantivo presidente para designar mujeres ha sido y suele ser discutido.
Se podría aquí considerar la relación diacrónica que elabora Gutiérrez Ordóñez (2019). Si bien el autor utiliza el sustantivo diputado para exponer su hipótesis, traduciré su propuesta a presidente.
Visto como el desarrollo de un proceso en el tiempo, puesto que era más que infrecuente que una mujer ocupara ese cargo en el pasado, diré que el primer estadio del género concerniente a este término corresponde a un ortónimo: el presidente. La segunda etapa, en la que solo pocas mujeres ocupan el cargo, comienza a usar el sustantivo como indistinto en cuanto al género: el y la presidente. Pero cuando la cantidad de mujeres a cargo de la presidencia empieza a ser notable, se consigna una diferenciación desinencial: el presidente, la presidenta.
Este sustantivo, registrado en el diccionario de la Real Academia Española ya en 1803 y recomendado con terminación en –a por el propio Diccionario Panhispánico de Dudas, ha provocado y sigue provocando alta controversia, en la perspectiva de que la terminación –ente, propia del participio presente del latín, es indistinta en cuanto al género. Fuera de los cambios que determinan los usos hablantes a lo largo del tiempo (algunos términos evolucionan más rápido que otros, y así tenemos la estudiante pero la clienta), es llamativo el hecho de que el sustantivo sirvienta, que podría ponerse en paralelo con presidenta, nunca haya suscitado discusiones.
e. El orden de los pares
John Lyons afirma que
[En un par, e]l opuesto positivo tiende a preceder al negativo cuando se coordinan en lo que Malkiel (1959) llama binomios irreversibles: cf. “bueno y malo”, “alto y bajo”, “grande o pequeño”. Este principio de preferencia secuencial tiene, en rigor, una aplicación mucho más amplia, pues nos permite distinguir entre un miembro positivo y otro negativo en pares tales como “hombre y mujer” … Como indica Malkiel, parece estar en correlación en lo que, en otros terrenos, cabría describir como una jerarquía de preferencia semántica (Lyons, 1980, pp. 258- 259).
Resulta interesante destacar aquí que esta preferencia que parece marcar la lengua y Lyons registra, entre otros, en el par “hombre y mujer”, determina contravenciones a reglas de protocolo en los medios, detalle reconocido también por Bengoechea (2009). Veamos algunos ejemplos latinoamericanos: “El secretario y la intendente (Río Negro online, 13 de septiembre de 2009)”; “Pérez aseguró también que el gobernador y la Presidente "hace más de diez años que trabajan juntos" (Infobae 2 de agosto de 2012); “…el Secretario y la Presidente no votan (Universidad de Guanajuato. Acta CUCCS2021-E1 (3 de marzo de 2021)”.
No solo en los tres casos soslayan la desinencia en femenino para el cargo que ocupan mujeres (la intendente, la Presidente), sino que también quiebran el orden que, por jerarquía institucional, se debiera dar en la enumeración, tal cual pregonan los manuales de estilo de los medios. En concreto, el secretario de la intendencia tiene un cargo menor que la intendenta, el gobernador está subordinado a la presidenta y el secretario del campus de la universidad tiene un cargo inferior al de la rectora del campus y presidenta del órgano de gobierno. Por respeto a esas prescripciones, el orden de los pares debió ser “la intendente y el secretario”, “la Presidente y el gobernador” y “la Presidente y el secretario”.
f. Nombres y apellidos
Se sabe que, al menos en Occidente, hay un hábito bastante generalizado –asentado sobre todo en el derecho de herencia, que tiene per se, desde el punto de vista histórico, una condición patriarcal– de otorgar a hijas e hijos el apellido del padre. Ese apellido, a veces como el único, a veces en primer lugar, es el que trasladan los hombres a sus descendientes por siglos, mientras que el apellido que la mujer ha heredado de su padre suele perderse.17
El apellido, ya desde esa perspectiva, queda asociado al ámbito público. Como contrapartida, es el nombre (de pila) –e incluso el sobrenombre– el que se usa en el ámbito privado. Si se traslada esto a los tratamientos, parece claro que existe una distinción localizadora real o imaginaria según se use el apellido o el nombre para invocar a una persona.
Si bien es cierto que algunas costumbres relativas a esta cuestión vienen cambiando –al menos en el territorio argentino–, no es menos cierto que abundan los ejemplos en los que se constata el tratamiento diferenciado de hombres y mujeres.
Para ofrecer un simple ejemplo, en la sección deportes de un diario argentino se titula: “US Open 2019: el cuadro de Nadal, Federer y Djokovic, y cuándo podrían enfrentarse (Clarín, 24 de agosto de 2019)”; “Serena-María: el duelo con nombre propio que animará la noche del US Open (Clarín, 26 de agosto de 2019)”.
Según puede constatarse, para hablar del mismo torneo, en las mismas fechas y en la misma sección, la referencia a las mujeres se hace por medio de su nombre y la de los hombres, por medio de su apellido. Si el lector no está familiarizado con el tenis, no sabrá que están hablando de Serena Williams y de María Sharápova. Por el contrario, a los hombres se los distinguirá con facilidad.
El empleo asimétrico, este es el término que usa Bengoechea (2009) del nombre y el apellido en el espacio público, empleo del que hay muchas muestras también en el campo político, nos retrotrae a la cuestión de los estereotipos. En efecto, si el nombre de pila se usa en el espacio privado, imaginariamente nos encontramos con las mujeres encerradas en la casa. Por el contrario, los hombres –también imaginariamente– son dueños del espacio público, el lugar en el que se toman las decisiones ciudadanas que afectan a la población en general.
Suele argumentarse que el empleo del nombre es una expresión de cortesía o incluso de cariño frente a la distancia que impone el apellido. Aun este argumento ha de leerse como engañoso, en la medida en que lo que esconde es una forma de condescendencia e infantilización de las mujeres.
Toca aquí retomar el epígrafe de este trabajo: “Gutiérrez tiene un hermano, pero el hermano de Gutiérrez nunca tuvo un hermano”. Las explicaciones que brindan muchos informantes enfrentados con este acertijo suelen ser sorprendentes: son hijos de distinta madre, Gutiérrez es sacerdote. La respuesta es mucho más sencilla, Gutiérrez es mujer y su hermano nunca tuvo un hermano sino una hermana: dado que a las mujeres no se las suele llamar por el apellido, se suscita aquí una confusión con el género de la persona. La manifestación del sexismo en el lenguaje es tan sutil que, para muchas y muchos hablantes, la explicación se asemeja a una revelación.
6. A modo de conclusión
El 24 de septiembre de 1994, el entonces ministro de Economía de la Argentina, Domingo Cavallo, expresó “¡Que se vayan a lavar los platos!”, luego de que la socióloga Susana Torrado reclamara por la situación de los científicos argentinos.18 Aunque algo anticuado, el exabrupto –que se enunció en tercera persona, pero respondía concretamente a Susana Torrado– alude a un viejo insulto a las mujeres al volante en la calle (“¡Andá a lavar los platos!”) y pone de manifiesto la persistencia de los estereotipos de género cristalizados en el lenguaje: el ámbito propio de las mujeres es la cocina.
En las últimas décadas, los cuestionamientos sociales acerca de la desigualdad en los derechos de género se han trasladado a la consideración del lenguaje como campo en el que también se disputa esta controversia. Y es que las representaciones mentales que suscita el género morfológico, tal cual muestra la investigación, inducen a naturalizar una cierta supremacía de lo masculino.
Ello ha provocado que se discuta, al mismo tiempo y en muchas lenguas, el empleo del masculino en su valor genérico. Y que, por ese motivo, se estén proponiendo distintas soluciones a la situación, como el empleo de diversos grafemas que puedan reemplazar el morfema típico del masculino.
Se han oído, de todos modos, voces divergentes. Por un lado, no puede decirse que lenguas sin género como el turco promuevan la igualdad de derechos.19 Por el otro, se ha argumentado que en lenguas que tienen el género morfológico femenino como género no marcado, es decir, como inclusivo de todos los géneros –tal cual ocurre en lenguas iroquesas o australianas (Escandell Vidal 2020)–, la desigualdad de los géneros se decanta también en favor de los hombres.
Pero el sexismo en el lenguaje no resulta manifestado únicamente por el uso del masculino genérico. Como se ha mostrado aquí, hay otras evidencias, tal vez sutiles, de la supremacía del masculino por sobre el femenino. Formas que parecen neutras, pero son en realidad masculinas, sintagmas que reproducen estereotipos, algunas definiciones de diccionario, el uso en masculino del cargo de las mujeres, la contravención de normas discursivas protocolares o el tratamiento asimétrico de hombres y mujeres manifiestan empleos que pueden entenderse como sexistas. En definitiva, formas cristalizadas que, en consonancia con los reclamos de los colectivos que defienden la igualdad de los derechos de género, merecen ser, como mínimo, debatidas.
De todas maneras, no se pretende en este trabajo afirmar que el cambio morfológico en favor del femenino o la deliberada evitación de las formas sutiles del sexismo en el lenguaje traerán como correlato automático un cambio en el equilibrio de poder entre los géneros. Se intenta mostrar, simplemente, que la naturalización de los comportamientos sexistas en el lenguaje no se reduce al uso del masculino genérico.
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Notas
Recepción: 22 Noviembre 2022
Aprobación: 21 Junio 2023
Publicación: 01 Septiembre 2023