DES Descentrada, vol. 8, nº 2, e240, septiembre 2024 - febrero 2025. ISSN 2545-7284
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género (CInIG)

Artículos de temática libre

Persecución política y complicidad judicial en Mendoza durante los años setenta

Débora D’Antonio

Instituto de Investigaciones de Estudios de Género (UBA-CONICET), Facultad de Filosofía y Letras, Argentina
Laura Rodríguez Agüero

Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (CONICET), Universidad Nacional de Cuyo, Argentina
Cita recomendada: D’Antonio, D. y Rodríguez Agüero, L. (2024). Persecución política y complicidad judicial en Mendoza durante los años setenta. Descentrada, 8(2), e240. https://doi.org/10.24215/25457284e240

Resumen: En setiembre de 1974, durante el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, se sancionó la ley Nº 20.840 o de Seguridad Nacional, cuyo objetivo era vigilar, controlar y perseguir a los sectores movilizados de la sociedad civil, estableciendo que cualquier persona que alterara o intentara alterar el orden institucional y la paz social de la Nación quedaría a disposición de la justicia federal. En este trabajo, a partir del análisis de cuatro operativos ocurridos en la provincia de Mendoza, examinaremos la complicidad y responsabilidad de la justicia federal en la trama represiva local previa y posterior al golpe de Estado de 1976, prestando particular atención a la coordinación entre las fuerzas armadas y de seguridad, a la sistematicidad del accionar represivo reflejado en la organización de aquellos operativos de detención y secuestro a partir de la identidad política de las víctimas, y al modo en que se imbricó en ello lo legal y lo ilegal.

Palabras clave: Represión, Justicia Federal, Historia Reciente.

Political persecution and judicial coresponsability in Mendoza during the seventies

Abstract: In September 1974, the constitutional government of María Estela Martínez de Perón, passed the law 20.840 or National Security law, which objective was to monitor, control and persecute the mobilized sectors of civil society, establishing that any person who altered or attempted to alter the institutional order and social peace of the Nation would be at the disposal of federal justice. In this article, based on the analysis of four operations that occurred in the province of Mendoza, we are going to address the complicity and responsibility of the federal justice system in the local repressive plot prior to and after the coup d'état, paying attention to the coordinated actions between the armed and security forces, to the systematic nature of the repressive actions reflected in the organization of operations based on the political identity of the victims, and to the way in which the legal and the illegal were intertwined were intertwined in said actions.

Keywords: Repression, Federal Justice, Recent History.

1. Introducción

En Argentina, luego del golpe de Estado que derrocó a Juan Domingo Perón en 1955, se abrió un proceso de radicalización política y social que tuvo hondas repercusiones en las décadas siguientes. Mendoza no fue ajena a este proceso, pues también en ella se produjeron revueltas populares. El 4 de abril de 1972 tuvo lugar el Mendozazo, punto de tensión más alto del periodo en esta provincia. Un año después, el peronismo retornó al gobierno a través del Frente Justicialista de Liberación a nivel nacional con la fórmula Héctor Cámpora-Vicente Solano Lima, y a nivel provincial con el lema Alberto Martínez Baca-Carlos Mendoza. Al igual que en otras localidades, el gobernador estaba vinculado a la izquierda peronista –Tendencia Revolucionaria del Peronismo– y el vicegobernador era un hombre de la Unión Obrera Metalúrgica y representante de la denominada ortodoxia peronista. La corta gestión de Martínez Baca estuvo signada por el enfrentamiento entre la derecha y la izquierda de dicho movimiento,1 porque en agosto fue separado definitivamente de su cargo. De forma paralela, en julio, tras la muerte de Perón, el gobierno de María Estela Martínez consolidó el giro a la derecha que había comenzado en el último tramo del gobierno del líder, y fue en ese contexto de confrontaciones que una gran parte de la actividad represiva del Estado se orientó a vigilar, controlar y perseguir a los sectores movilizados de la sociedad civil, apoyándose en la ley Nº 20.840 o de Seguridad Nacional. Esta legislación se había aprobado en el Congreso Nacional en un lapso de 48 horas, sin mayores debates y con oposiciones apenas insinuadas por parte de quienes integraban la Unión Cívica Radical.2 De este modo, se puede afirmar la complacencia de todo el arco político. Sin embargo, a pesar de esta legitimidad inicial, colisionaba por su rudeza con algunos aspectos del Código Penal, que había sido ampliado en sus escalas de castigo por el presidente Perón en enero de ese mismo año. La ley de Seguridad establecía que cualquier persona que alterara o intentara alterar el orden institucional y la paz social de la Nación quedaría a disposición de la justicia federal. Los delitos que abarcaba iban desde la portación de una insignia que representara a una organización de izquierda o popular que se hallase en la mira de las fuerzas de seguridad, hasta un acto de difusión de ideas políticas o la sanción a trabajadores que llevasen adelante hechos en defensa de sus derechos laborales. Esta legislación recuperaba, además, disposiciones anteriores de represión al comunismo que habían estado vigentes en el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, y que habían sido derogadas en mayo del año 1973, durante la administración de Héctor J. Cámpora.

Aunque esta normativa contaba con respaldos, recibió críticas externas al parlamento, como las que expresó la Asociación Gremial de Abogados de Buenos Aires, que agrupaba a profesionales que habían contribuido con la defensa de personas detenidas por motivos políticos. Estos expertos alertaban sobre sus posibles abusos ya que aquella “prevé un aumento exagerado de las penas, crea nuevas figuras de contenido ideológico represivo político-social, sugestivamente idénticas a las creadas por la dictadura militar” (Escobar y Velázquez, 1975, p. 57). En tal sentido, proponían abrir un debate sobre la peligrosidad de la figura de la asociación ilícita que entre sus postulados tipificaba que no era necesario concretar las acciones calificadas como subversivas, sino que tan solo bastaba la intención de querer hacerlo. En una senda similar, el destacado penalista David Baigún, advertía que su debilidad residía en el hecho de que se “declara punible el comienzo de ejecución de ‘alterar’ o ‘suprimir’ sin conceptualizar con antelación en qué consiste tal ‘alteración’ o ‘supresión’” (Baigún, 1974, p. 352).3 Otro aspecto indicativo del espesor represivo de esta ley es que equiparaba los delitos “subversivos” con los delitos en los que los bienes jurídicamente protegidos fueran los de la actividad empresarial, por lo que incluía, además, temas de “subversión económica”. En este sentido, la normativa dejaba en claro una modalidad culposa, también, para aquellos que hubiesen incurrido en la omisión de una denuncia de fraude si esta hubiese existido. Los críticos, entonces, se interesaban en subrayar la vaguedad de la redacción de sus artículos y que una persona pudiese ser procesada y criminalizada sin haber cometido delito alguno.4

De modo que la ley 20.840 fue un instrumento de características imprecisas a la hora de la delimitación de los delitos, y por ello fue valorada por distintos actores como anticonstitucional. Sin embargo, a pesar de estas falencias confirió legitimidad a numerosas prácticas estatales de dudosa legalidad vinculadas con el monopolio del uso de la violencia. Una legalidad autoritaria que moldeaba, en términos de Giorgio Agamben (2004), a un estado de excepción creciente, que se integró con sus modulaciones locales al “ciclo autoritario conformado por la dictadura militar que se inició en 1976” (Franco, 2012, p. 16).5

El consenso historiográfico sobre las líneas de continuidad en la represión ejercida por el Estado desde al menos la segunda mitad del siglo XX hacia diferentes sectores de la sociedad civil compromete también el accionar del poder judicial.6 En tal sentido, algunos jueces se escudaron en las ambigüedades de esta ley antisubversiva para justificar fallos fulminantes porque, con todo, la normativa se avenía a derecho, aunque formase parte de una juridicidad autoritaria.7 Sin dudas, la figura del estado de sitio que entraría en vigencia a partir de noviembre de 1974, y los decretos N° 2770/71/72 que formalizaban la participación de las Fuerzas Armadas en la denominada lucha antisubversiva, forzarían cada vez más a una espiral de militarización general de la situación política.8

Con este telón de fondo, otros jueces, por su parte, hicieron abuso de sus atribuciones, omitiendo procedimientos y encubriendo prácticas terroristas como los secuestros, las torturas y los asesinatos. La ley Nº 20.840 condujo al arresto en todo el país de unas cinco mil personas, muchas de las cuales fueron condenadas a prisión perpetua (Axat, 2008). A esto se le adosaba y solapaba el resto de las medidas o decretos. Así, la maquinaria del Estado se movía de conjunto articulada en una serie de piezas que potenciaban la excepcionalidad jurídica y una preexistente legalidad autoritaria.

En este artículo, con foco en la provincia de Mendoza, nos proponemos estudiar cómo su implementación contribuyó a consolidar a un Estado cada vez más represivo que se amparó en esta legislación autoritaria y que, a la vez, permitió construir una representación del enemigo subversivo al que se le podían conculcar hasta sus más mínimos derechos. Examinaremos para dar prueba de ello diversos operativos de detención y secuestro que llevaron adelante las fuerzas militares y de seguridad contra activistas políticos, gremiales y estudiantiles en los que estuvo involucrada la justicia federal.9 Todos ocurrieron bajo el amparo de la ley de Seguridad Nacional y contaron con la intervención y la colaboración de distintos representantes del ámbito de la justicia federal. Como se sabe, el régimen militar que provocaría la caída del gobierno de Martínez de Perón erigió una serie de mecanismos y dispositivos de carácter represivo clandestino e ilegal. Sin embargo, con pocas modificaciones, mantuvo a la ley de Seguridad Nacional como parte de su marco de actuación.

Estructuraremos el escrito en torno a cuatro operativos a los fines de reconocer, distinguir y analizar las diversas formas en las que las intervenciones judiciales –a partir de los encuadres normativos vigentes, entre ellos la ley de seguridad–, ofrecieron legitimidad al accionar represivo. Tres de ellos ocurrieron antes del golpe de Estado del mes de marzo de 1976 y otro tuvo lugar después de que este se consumase. El primero consistió en el secuestro de Teresita Fátima Llorens, el siguiente fue contra una organización de la izquierda marxista, el tercero contra un sector de la izquierda peronista y el último contra trabajadores, particularmente de las Comisiones Gremiales Internas (CGI) de los bancos Mendoza y de Previsión Social.

El IV Juicio por delitos de lesa humanidad de Mendoza, conocido como “juicio a los jueces”, nos ha permitido reconocer una gran sistematicidad en las detenciones ilegales, secuestros, torturas, vejaciones, violaciones sexuales, desapariciones y asesinatos contra más de doscientas personas. El proceso judicial incluyó la investigación por delitos cometidos por las fuerzas armadas, la policía de la provincia, integrantes del servicio penitenciario y el poder judicial federal durante el período de vigencia del estado de sitio entre octubre de 1974 hasta diciembre de 1983. Sus primeras audiencias comenzaron en febrero del año 2016, y en tres años y cinco meses que duró, convocó a cientos de testigos. Comenzó con 41 acusados por delitos cometidos contra 207 personas, entre los que se hallaban cuatro exjueces federales: Luis Miret, Otilio Romano, Guillermo Petra y Rolando Carrizo, que serían condenados a prisión perpetua. En los documentos y testimonios donde se encadenan dichos delitos se muestra que estos hechos aberrantes contaron con la anuencia, colaboración o directamente con la complicidad de jueces y tribunales federales que, a la par que instruyeron causas penales para juzgar a las personas calificadas como delincuentes subversivos, denegaron todo tipo de acciones para garantizar el debido proceso, desestimando los pedidos de habeas corpus o las denuncias por apremios ilegales o robos en los domicilios durante las detenciones. O yendo más allá, al tomar como ciertas aquellas declaraciones que fueron obtenidas tras la aplicación de tormentos, al facilitar los secuestros o desatender las denuncias por violencia sexual.

Las declaraciones testimoniales registradas por el Colectivo Juicios Mendoza10 constituye un corpus documental clave para establecer de qué modo los tribunales federales a través de jueces, fiscales y defensores oficiales promovieron órdenes para concretar la persecución de las personas prisioneras políticas. También, para comprender qué cobertura le otorgaron a la Policía Federal, al Comando de la VIII Brigada de Infantería de Montaña y al Departamento de Informaciones de la Policía de Mendoza (D2) para los allanamientos en los operativos de secuestro; así como también para explicar cómo manejaron las condiciones de detención y facilitaron las declaraciones obtenidas bajo torturas que les permitieron justificar las condenas. Pero, también, son documentos formidables porque ponen en valor lo que Fabiana Rousseaux distinguió al decir “que no fue durante Auschwitz donde existió Auschwitz, sino cincuenta años después cuando el mundo estuvo dispuesto a escuchar lo que había sucedido”, y siguiendo a Laub, la misma psicoanalista agrega que, “solo con el paso del tiempo se hizo posible ser testigo del testimonio, como capacidad social de escuchar y dar sentido al testimonio del sobreviviente” (Rousseaux, 2014). En nuestro país el reconocimiento del Estado al sufrimiento vivido por las personas que fueron perseguidas ayudó a la incidencia y la escucha de quienes luego se transformaron en testigos y señalaron la corresponsabilidad de numerosas agencias estatales en la represión.

A partir del análisis de los cuatro operativos mencionados, abordaremos la complicidad y la corresponsabilidad de la justicia federal en la trama autoritaria mendocina antes y después del golpe de Estado de 1976. Prestamos particular atención a la coordinación entre las fuerzas armadas y de seguridad, a la sistematicidad del accionar persecutorio plasmado en la organización de operativos a partir de la identidad política de las víctimas, y al modo, en que se imbricaron lo legal y lo ilegal, distinguiendo lo que afectó en particular a las mujeres y a las infancias.

2. “Hablamos de todo o no hablamos de nada”

La ley de Seguridad Nacional que se presumía cierta y efectiva fue utilizada ampliamente para detener a miembros de organizaciones armadas vinculadas a la izquierda marxista, luego del intento de copar el Comando de Sanidad en Buenos Aires en septiembre de 1973, del ataque al cuartel de Azul de enero de 1974, de la toma de armas de la fábrica de pólvora de Villa María en Córdoba y del ingreso al Regimiento de la Infantería Aerotransportada en Catamarca, estos últimos sucedidos en agosto de 1974. De modo que, “amenazada la vida social”, la 20.840 apuntaló un tipo de seguridad jurídica como instrumento de la lucha política del gobierno en jaque de María Estela Martínez de Perón, y como cobertura de prácticas y acciones de origen estatal, pero de dudoso carácter legal.

En ese escenario se produjo, al comienzo del segundo semestre de 1975, el primer operativo que llevaron a cabo las fuerzas represivas en la provincia de Mendoza contra la Organización Comunista Poder Obrero, más conocida por sus siglas OCPO. Durante este procedimiento, se establecieron formas de actuación que se desplegarían de manera mucho más plena tras el golpe militar.

La mayor parte de las detenciones ocurrieron entre los días 28 y 29 de agosto, aunque algunas ya se habían producido en el mes de junio. Todas ellas se dieron a partir de un allanamiento ordenado por el juez federal Luis Miret en los domicilios de un grupo de militantes de esta organización marxista: María Angélica Hechin, Juan Carlos Dolz, Rosa Benuzzi y Jaime Torrens -en junio-; Luz Faingold, León Glogowsky, Susana Liggera, Ricardo D’Amico, Juan Carlos Yanzón, Blas Yanzón, Raquel Miranda, Ismael Calvo, Hugo Tomini, Prudencio Mochi y Mario Cisterna –en agosto– (Colectivo Juicios Mendoza, 2019, p. 106). Con el amparo de la ley de seguridad nacional se determinó, además, el traslado al Departamento de Informaciones de la Policía de Mendoza (D2), un centro clandestino de detención que estaba en funcionamiento desde comienzos de ese mismo año.

Las personas que estuvieron allí secuestradas pasaron por diferentes tipos de vejámenes. Si las autoridades tomaban la decisión de legalizar el arresto –algo que podía producirse a los días o a los meses de habitar en ese espacio–, quienes estaban detenidos podían ser llevados a declarar ante los jueces federales. En estas circunstancias, en general, se proponían describir las prácticas a las que habían sido sometidos, creyendo que la figura del magistrado les procuraría algún tipo de protección frente a las arbitrariedades que habían padecido.

Este fue el caso de León Eduardo Glogowski que tenía 19 años al momento de su secuestro. León era uno de los delegados estudiantiles de la carrera de Medicina y tras seis días de encierro en el D2 fue llevado ante el juez Luis Miret y el fiscal Otilio Romano bajo la presunta acusación de haber cometido distintas acciones subversivas. En ese encuentro relató los apremios ilegales que había sufrido, pero en particular denunció el ultraje sexual al que había sido sometida su novia, Luz Amanda Faingold. Recordó ante los magistrados que ella no dejaba de rogarle a sus verdugos que no la violasen más. Glogowski le espetó al juez que en el centro clandestino a él “le hacían comer en el piso como a un perro”. El joven obtuvo por respuesta una ironía sádica en la que el magistrado, aludiendo a su condición de judío, le expresó: “y también, con ese apellido…” sugiriendo que por sus rasgos étnicos merecía ese trato. Glogowski fue movilizado a la Penitenciaría Provincial y luego a la Unidad Nº 9 de la ciudad de La Plata. En ninguno de estos dos sitios, ni tampoco durante los respectivos traslados, se le dejaron de propinar golpes, cachiporrazos e insultos. Durante una de las audiencias del IV juicio, la del 21 de abril del 2015, en la que le tocó volver a testimoniar, insistió en que a pesar de haber utilizado todas las posibilidades para denunciar o que estaba viviendo, nunca “percibió preocupación por su estado ni recibió asistencia de ningún letrado del Poder Judicial” (CJM, Audiencia 73, 21/04/2015).

Luz Amanda, por su parte, era menor de edad. Cuando se incorporó a la OCPO, era una estudiante secundaria y cuando la detuvieron tenía tan solo 17 años. En las audiencias corroboró lo que había dicho Glogowski de que había sido abusada sexualmente en el D2. También explicó que había recibido la visita de una médica que le diagnosticó una infección ginecológica producida por los vejámenes sexuales. En la sede del juzgado federal donde Miret tenía su despacho, ella relató que por medio de improperios, gritos e insultos el letrado le insistía con su condición de subversiva soslayando que estaba frente a una menor de edad. Faingold expuso, además, que “escuchó de boca de Raquel Miranda que tanto ella como Susana Liggera habían sido violadas” (Pensamiento Penal, 2014, p. 28). Luz Amanda, de tal modo, enfrentó aislada al magistrado, sin tener conocimiento de que podía negarse a declarar o que podía contar con un abogado defensor, aunque este fuese de oficio.

En la audiencia también reflexionó acerca de la estigmatización de su condición de mujer pues tanto el juez como sus ayudantes le preguntaban insistentemente a qué hora solía volver a su hogar o si lo hacía sola o acompañada. De modo que una serie de presupuestos dejaban entrever que uno de los objetivos de esos funcionarios estatales era inducir al sentimiento de culpa por asumir conductas indebidas para una muchacha de su clase y su edad. En concordancia, Miret se negó a entregarla a sus propios padres con el argumento de que aquellos estaban divorciados y por ello la enviaría a un hogar de menores llamado “Niñas de Ayohuma”.11 Faingold recordó también que este la llamó en varias oportunidades “subversiva”. El voluminoso expediente del IV juicio distingue, a partir del registro de acciones como la incomunicación impuesta a la menor, el modo en el que se infringieron, además, las leyes de minoridad.

Distintas víctimas del operativo también denunciaron ante los funcionarios judiciales el robo de objetos y de dinero de sus ahorros. Tal fue el caso de Juan Carlos Yanzón quien refirió que durante el allanamiento a su casa le sustrajeron sus pertenencias, incluidos muebles, pesos y cheques de su padre. Ismael Calvo, por otro lado, señaló que en el D2 había sido apaleado con saña al punto que el médico que lo revisó tuvo que aconsejar que se le realizara una radiografía para dimensionar el daño de su tórax. Mientras que Oscar Mochi contó que en el momento que fue secuestrado intentó huir y que para evitarlo un policía le disparó en su pierna izquierda, y que ya en el D2 le aplicaron corriente eléctrica en esa lesión. Luego, cursando un cuadro de fiebre alta y de gran deterioro físico lo llevaron ante el juez Miret, al que le describió estos tormentos. Pero este, con tono amenazante, le dijo: “hablamos de todo o no hablamos de nada”, insinuando que sólo daría curso a sus denuncias si el detenido delataba a alguno de sus compañeros de militancia (CJM, 2019, p. 149). Miret expresó desde el banquillo de los acusados que a él lo amparaba en sus decisiones una orden de captura cuyo aval era la ley de Seguridad Nacional. Mochi respondió en la audiencia que esta no era una orden de captura sino un secuestro, “lo que muestra la complicidad cívico militar en aquellos años de terror” (CJM, 2019, p. 149). A pesar de su manifiesto malestar psíquico y físico interrogaron a Ricardo D’Amico a los fines de “sacarme más información que el D2 no me pudo sacar” (CJM, 2019, p. 149). Según su testimonio, D’Amico explicó que a distintas personas detenidas se le tomaron en sede judicial en agosto de 1975 unas declaraciones indagatorias sin la presencia de defensores y, en ocasiones, bajo torturas (CJM, 2019, p. 149). El fiscal Otilio Romano ordenó una serie de pericias sobre un arma y una documentación hallada en uno de los domicilios de los detenidos. Pero no dispuso de una investigación en torno a robos, maltratos, ultrajes y violaciones que quienes fueron detenidos le habían revelado. Su pericia judicial tan solo se ocupó de reunir datos orientados a inculpar a las personas ya detenidas sin aportar nuevas pruebas fehacientes.

Aseguraron otras víctimas que a estas prácticas se le sumaba que el juez Miret había estado en varias oportunidades en el D2 sin identificarse como tal. Juan Carlos Yanzón, un obrero ceramista sanjuanino que se reconocía socialista, indicó haber sido golpeado en el edificio central de la policía y, además, haber sido víctima de robos. Testificó también haber recibido la visita de un civil que entendía por las descripciones que era Miret. También relató estar convencido que por los alaridos que escuchaba en este centro clandestino, distintas compañeras habían sido violadas. Hugo Tomini, militante de la Corriente Socialista ligada a OCPO, que se hallaba detenido en una celda contigua, aseguró asimismo haber visto al magistrado en dos momentos: uno en el propio D2 en el que los guardias lo obligaron a ponerse de pie “porque venía el señor juez” (CJM, 2019, p. 148). Tomini rememora que estando gravemente herido no pudo cumplir con ese requerimiento, pero que, sin embargo, logró entrever la silueta del magistrado al ras del camastro, y que, ante sus quejas de dolor, aquel le indicó que se la tenía que aguantar sí o sí y que además debía arreglárselas solo. La segunda vez que se lo cruzó ya fue en el juzgado mismo cuando lo trasladaron junto al resto de sus compañeros. En la audiencia, Tomini sostuvo que Miret nunca le había comunicado el delito por el cual estaba detenido (CJM, 2019, p. 148).

En este primer gran operativo se puede observar de qué forma comenzó a delinearse el modus operandi de la policía de Mendoza durante el último tramo del gobierno peronista: a) las víctimas fueron detenidas por agentes de esta fuerza junto a los integrantes del poder judicial que proporcionaron las órdenes de captura; b) tras los traslados al D2 fueron sometidas a torturas y todo tipo de vejámenes con el conocimiento, en muchos casos, de los magistrados que se hallaban implicados en los operativos; c) posteriormente fueron llevadas a declarar ante personal de juzgados federales que incluyeron información falsa en las causas, puesto que el objetivo era inculpar a las personas detenidas y encubrir el accionar ilegal policial; d) y, por último, las personas detenidas podían ser enviadas a diferentes unidades penitenciarias a los fines de legalizarlas.

3. “¡A ver, carajo, si me entiende! ¡Me va a decir lo que yo quiero que conteste!”

Uno de los principales objetivos de la ley N° 20.840 fue depurar ideológicamente y dejar fuera de las estructuras de nivel nacional, provincial y municipal del aparato estatal y del gobierno peronista a representantes y militantes de los sectores de la izquierda de este movimiento político.12 En esa línea se produjo el “operativo febrero de 1976”, plasmado en el expediente judicial por infracción a aquella normativa. La “causa Rabanal”, como se la conoció, era contra delegados sindicales de empresas u organismos estatales de la Asociación de Trabajadores del Estado –ATE– vinculados a la Juventud Trabajadora Peronista –JTP– y contra personas pertenecientes a la organización Montoneros y a la Tendencia Revolucionaria del peronismo. Estos procedimientos tuvieron la particularidad de dejar al descubierto el funcionamiento de las agencias policiales y de los servicios de inteligencia como es el caso del Cuerpo Motorizado de Vigilancia, el Cuerpo de Infantería, la Dirección de Investigaciones del D2. El proceder era similar al de otras detenciones: personas vestidas de civil que irrumpían violentamente en las viviendas, allanaban y detenían sin órdenes judiciales, saqueaban los inmuebles y hacían firmar declaraciones bajo tortura en las que se confesaban delitos inverosímiles.

Daniel Rabanal fue detenido el 6 de febrero de 1976 y tras él otras doce personas. Este dirigente sindical declaró que las mujeres habían sido violadas de manera sistemática y reiterada, y agregó que, si bien “no nos podíamos ver, porque estábamos siempre vendados”, podíamos sentir y escuchar lo que sucedía. Narró también que Miguel Ángel Gil, uno de sus compañeros del gremio, moriría a los pocos días del secuestro, a raíz de las torturas que le descargaron en el D2. Se refirió a este episodio describiendo que unos diez detenidos fueron empujados compulsivamente para colocarse unos arriba de otros –como en una suerte de torre humana–debiendo el cuerpo de Miguel Ángel, que ya estaba fragilizado, soportar encima suyo el peso de sus compañeros. Rabanal manifestó que después de su detención en este centro clandestino, a él y a otros detenidos los llevaron a la Unidad Regional Primera en la que estaba en funciones el juez Rolando Carrizo. Rabanal testimonió lo siguiente: “Yo tenía 15 kilos menos que hacía un mes, lesiones en todo el cuerpo y un talón infectado. Carrizo me preguntó cómo estaba y yo le contesté ‘es evidente cómo estoy” (CJM, Audiencia 21, 2/06/2014). La justicia para Rabanal en aquellos momentos era una farsa o en tal caso una caricatura.

Silvia Ontivero, que trabajaba en la Dirección de Comercio del Ministerio de Economía provincial y era militante sindical de la JTP, fue secuestrada de su propio domicilio junto a su pequeño hijo de cuatro años, del que fue separada tras llegar al D2. Si bien tuvo la suerte de que su criatura no ingresara a un circuito de adopción ilegal, pues logró proporcionar el número de teléfono del padre del niño y los secuestradores accedieron a comunicarse con él, luego cuando se hallase legalizada en la cárcel, un juzgado de familia intervino para que perdiera la tenencia de su hijo argumentando que ella había hecho abandono del hogar. Fue recién once años después –y tras una larga lucha– que pudo recupera su hijo. Silvia estuvo detenida por la ley antisubversiva, pero nunca contó con un proceso judicial. Al testimoniar, colocó el acento en las violaciones que se producían en las celdas cuando las mujeres se hallaban vendadas y debilitadas. Asimismo, reveló que un varón que trabajaba de actor pero que a la vez era militante, había sido violado por personal de las fuerzas policiales.13 Silvia estuvo tres veces en la sala de torturas y fue “ahí que conocí la picana, fue brutal”. Advirtió también que la atacaron sexualmente de modo reiterado durante los 18 días en los que estuvo detenida en este sitio, y que el uso de la electricidad en su cuerpo le hizo, no solo perder un embarazo, sino quedar imposibilitada de volver a gestar. Silvia, que compartió cautiverio con Vicenta Olga Zárate y con Stella Maris Ferrón, aseguró que ellas también habían sido objeto de ataques sexuales. En ese contexto de total extenuación y violencia la llevaron ante el juez Carrizo, mejorando apenas su harapienta y sucia vestimenta, frente a lo cual este, insidiosamente le dijo: “¿No te habrás caído, vos?” (CJM, 2019, p. 180).14

Silvia sostuvo en el juicio que el fiscal Otilio Romano nunca investigó las numerosas denuncias que las mujeres se habían atrevido a formular, incluso redoblando el riesgo por sus vidas (CJM, Audiencia 21, 2/06/2014). También aseveró en su testimonio haber tenido un episodio de aborto y conocer otros sufridos por algunas prisioneras detenidas: “junto con otra compañera abortamos en el momento de la tortura, yo estaba de aproximadamente dos meses y medio y la otra detenida de cuatro meses. Luego del aborto espontáneo se presentó una persona que dijo ser médico y que realizó en carne viva el raspaje final” (CJM, Audiencia 21, 2/06/2014). En los interrogatorios a los que fue sometida, una de las amenazas más recurrentes era que no volvería a ver nunca más a su hijo. Luego del D2, Silvia fue trasladada a la penitenciaría provincial donde fue nuevamente golpeada y, posteriormente, trasladada a la cárcel de Villa Devoto en la ciudad de Buenos Aires donde estuvo detenida otros seis años (CJM, Audiencia 21, 2/06/2014). Ya en época de la CONADEP, durante los reconocimientos oculares a los centros clandestinos de detención para contribuir con la recolección de pruebas sobre las violaciones a los derechos humanos que habían sucedido en el D2, Silvia se tropezó con un libro que reconoció como propio por la estampa de la primera página que tenía una dedicatoria de su hermano. Con esto pudo demostrar, además, que le habían robado objetos personales como parte del proceso de despojo, tal vez de poco valor material pero sí de mucho valor afectivo (CJM, Audiencia 8, 10/11/2023).

Fernando Rule, militante de Montoneros y pareja de Silvia por aquel entonces, quiso denunciar las torturas a las que él y sus compañeros y compañeras habían estado sometidos y a las que el juez con desdén y virulencia respondió: “¡A ver, carajo, si me entiende! ¡Me va a decir lo que yo quiero que conteste! ¡Y guarda! A ver si cuando sale de acá pierde el pellejo” (CJM, 2019, p. 154). “Sin camisa, descalzo, flaco y con mi cuerpo que parecía un mapa de borceguíes, Carrizo me dijo que yo era un comunista. Estaba enfurecido y me exigía que me declarara culpable”, contó por su parte, Alberto Muñoz (CJM, 2019, p. 154). Rodolfo Molinas, que tenía 24 años, dos hijos y estudiaba Derecho, testificó que tenía las manos paralizadas producto de las torturas, que estaba sin asear, descalzo, que vestía un pantalón de mujer y que le faltaban varios dientes por los golpes a los que había sido sometido. Con este estado de deterioro, cuando le pidió tiempo a Carrizo para recuperarse, aviesamente el juez decidió consignar en el oficio judicial que el detenido se había abstenido de hacer declaraciones (CJM, 2019, p. 154).

Las víctimas no solo denunciaban torturas y ultrajes, sino que además se presentaban frente a los magistrados mugrientos, con sus cabellos enmarañados, con marcas de picana en los brazos, moretones por golpes y contusiones en otras partes de sus cuerpos. Las pruebas por apremios ilegales se acumulaban frente a los ojos de los jueces. Cuando alguno de ellos –como osó hacerlo Gabriel Guzzo- sobreseía por falta de mérito a algún activista porque era evidente que había estado detenido ilegalmente y había sido torturado en el centro clandestino mendocino, el fiscal Romano apelaba el fallo dando por ciertas las declaraciones tomadas bajo diferentes tipos de suplicios.

Un párrafo aparte merece el paso de criaturas por el D2, producto de procedimientos que se implementaban por la ley 20.840. Como se mencionó, Silvia Ontivero fue secuestrada con su hijo de cuatro años y, durante las sesiones de tortura, las amenazas se concentraban en que ella no volvería a verlo. Stella Maris Ferrón junto a su hija Yanina de diez meses sufrieron distintos tipos de golpes y torturas. La niña fue secuestrada y permaneció bajo la tutela del comisario Juan Félix Amaya de la Seccional Nº 25, hasta que la intervención de la familia posibilitó su recuperación. Ivonne Larrieu y Alberto Muñoz fueron secuestrados junto a Antonia, que contaba con solo 15 días de vida. En el D2, madre e hija estuvieron en una habitación absolutamente vacía sin ningún tipo de ayuda ni contención. Ivonne no contaba con pañales para su beba, debía higienizarla con su propia leche y secarla con retazos de la ropa que lograba arrancarse. No les dieron de comer ni de beber durante cuatro días y pese a las hemorragias post parto tampoco le brindaron apósitos. Después de dos semanas, ya en un estado calamitoso, la llevaron a declarar junto a su hijita ante el juez Carrizo. Allí, recién le quitaron la venda y comprobó que había otras personas, también víctimas del mismo operativo (CJM. Audiencia 13, 9/02/2024).

4. “Un rosario de irregularidades policiales y judiciales”

El tercer operativo estudiado refiere a la denominada Causa Luna, expediente judicial instruido otra vez por infracción a la ley N° 20.840. En estos hechos se producen una seguidilla de secuestros contra otros dirigentes de la clase trabajadora organizada, entre los que se hallaban casi la totalidad de los integrantes de las CGI de los bancos Mendoza y de Previsión Social. En el expediente se recorta con evidencia el papel que jugó la Justicia Federal en la trama represiva provincial a través de las siguientes acciones: por un lado, el rechazo de los hábeas corpus presentados por las familias de las personas secuestradas desaparecidas; por otro, la omisión de investigar los delitos denunciados y la elaboración de dictámenes de prisión preventiva hacia quienes fueron torturados y abusados sexualmente en el D2.

La ola de secuestros se produjo entre mayo y junio de 1976 tras una serie de hechos en los que fueron detenidos Carlos y Roque Luna, Rosa Gómez, David Blanco, Héctor García, Elbio Miguel Belardinelli, Alicia Morales junto a su bebé Mauricio y su hija Natalia Galamba, María Luisa Sánchez y sus pequeñas Josefina y Soledad Vargas, Antonio Savone, Alberto Córdoba, Daniel Ubertone, Leopoldo López Muñoz, Mario Díaz, José Luis Bustos, Jesús Manuel Riveros y Alfredo Ghilardi. Y también desaparecidos Ricardo Sánchez Coronel, Carlos Assales, Alicia Cora Raboy, Rosario Aníbal Torres, Jorge Vargas, Edesio Villegas y José Antonio Rossi. Nos detendremos aquí en las experiencias de estos dos últimos dirigentes obreros con el propósito de comprender cómo funcionaron los rechazos de habeas corpus de personas desaparecidas, su sistematicidady sus consecuencias.

Edesio Villegas trabajaba como empleado y era, junto a Silvia Ontivero, delegado por la Dirección de Comercio ante ATE. Previamente había tenido una importante actividad gremial en el Sindicato de Obreros y Empleados de la Provincia, conocido como SOEP. Edesio también integraba la estructura sindical de Montoneros y fue secuestrado el 26 de mayo de 1976 del cuarto alquilado en una pensión. Según el testimonio de vecinos y vecinas, los integrantes de las fuerzas de seguridad destrozaron y robaron lo que encontraron en esa humilde morada. Luego, Edesio fue brutalmente torturado en el D2 y murió tras soportar una larga agonía que no contó con asistencia alguna. Se presentaron por su desaparición tres habeas corpus en los juzgados federales de la provincia a lo que se sumaron otras gestiones realizadas ante autoridades policiales y administrativas. Todas las respuestas de estas instituciones estatales fueron negativas pues Villegas “no estaba registrado en ningún lado”. Algo similar sucedió con José Antonio Rossi que había sido secuestrado el 27 de mayo de 1976 en pleno centro de la ciudad cuyana, en un café en el cruce de las calles Las Heras y 25 de Mayo. A ese sitio acudió porque se había citado con su madre para encontrarse unos minutos con su pequeña hija. Y fue allí donde se produjo su secuestro y el de su beba, que en ese momento había quedado a solas con él. Su madre presentó por José Antonio dos recursos de habeas corpus que fueron rechazados. En esos trámites participaron los jueces Petra y Guzzo y también el fiscal Romano. En las audiencias del IV juicio se señaló que esta práctica era habitual y que los familiares de las víctimas se enteraban de las notificaciones que quedaban colgadas de un gancho. Afirmó el fiscal general Dante Vega que esta “era una forma simbólica de cerrarles el trámite” (CJM, 2019, p. 144).

Por otra parte, y tal como ha señalado el abogado querellante Pablo Salinas, Otilio Roque Romano también convalidó el accionar del D2 al solicitar la prisión preventiva de personas que habían sido torturadas y abusadas sexualmente (Salinas, 2017). En la misma dirección, Vega aseguró que había un “rosario de irregularidades policiales y judiciales” y que Romano resultaba ser uno de los mayores responsables de aquello (CJM, 2019, p. 154). Esto se demostró asimismo con lo sucedido con Rosa del Carmen Gómez González, que fue víctima de violencia sexual y torturas, que tuvo que declarar vendada en Tribunales Federales y fue obligada a firmar una confesión bajo tormento; con Alberto Córdoba a quien se le negó la posibilidad de un abogado; y con Alicia Morales, Héctor García y Carlos Daniel Ubertone a los cuales se les tomó declaración en la penitenciaría sin que hubiese ningún juez presente como rige el procedimiento legal. Ellos, además de David Agustín Blanco, torturado y abusado sexualmente, Roque Argentino Luna, los mencionados Ubertone, Córdoba y Morales de Galamba, víctimas de todo tipo de vejámenes en ese CCD, fueron condenados a prisión preventiva.

En este operativo, como ya se adelantó, se produjo el secuestro y la reclusión clandestina de varias criaturas. Alicia Morales fue secuestrada junto a Mauricio de dos meses y a su hija Natalia Galamba de un año y medio; y María Luisa Sánchez junto a sus pequeñas hijas Josefina y Soledad Vargas. Ambas mujeres estuvieron 48 horas detenidas de modo ilegal con sus hijas en el D2. En su declaración del año 2010, en el marco del II juicio por delitos de lesa humanidad, Alicia destacó que la saña de los torturadores no se redujo tan solo a los adultos y que la niña de María Luisa Sánchez, la noche del secuestro, había sido utilizada por personal del D2 para “marcar” gente (CJM, Audiencia 7, 7/12/2010). La pequeña comentó, siguiendo el testimonio de Alicia Morales, que la llevaron a la terminal a “reconocer tíos”, meses antes de que sufriera un accidente con un arma de fuego en la casa de sus abuelos donde se quedó a vivir después del secuestro de sus padres (CJM, Audiencia 7, 7/12/2010). Según supo Alicia, además, la niña que en ese momento tenía 5 años, fue llevada a la sala de torturas y sometida a interrogatorios a la vista de su padre que se hallaba allí detenido (CJM, Audiencia 7, 7/12/2010).

5. Un caso y un procedimiento: la justicia federal contra Teresita Fátima Llorens

El último caso que examinaremos, ocurrido a comienzos de 1975, brinda una explicación sobre la coordinación existente entre la policía y la justicia federal. En enero de ese año se produjo el secuestro, por orden de un juez, de Teresita Fátima Llorens. Su expediente caratulado también por infracción a la ley 20.840, específicamente por propaganda extremista, estuvo plagado de anomalías. En el IV juicio se detalló que fue detenida en su vivienda –la cual había sido previamente allanada sin orden reglamentaria- y trasladada a la delegación de la Policía Federal de la provincia de Mendoza, donde fue interrogada bajo tortura. A pesar de que las fuerzas de seguridad estaban buscando a Eduardo Miranda, su compañero, Teresita fue sometida a diversas situaciones humillantes. Sin embargo, por temor a las represalias policiales, debió negar ante el juez –que dejó constancia escrita– haber sido torturada. Sus abogados también fueron detenidos, quedando ella al arbitrio de sus secuestradores y en una total indefensión. El 29 de abril de ese mismo año, se le solicitó que ampliase su indagatoria, y fue allí que denunció ante Miret -que en este caso actuó como fiscal- las torturas a las que había sido sometida, mientras Otilio Romano, oficiaba como juez. Ambos magistrados, contaban con constancias médicas que describían las escoriaciones en su cuerpo, motivo por el cual había sido atendida médicamente, pero omitieron profundizar cualquier tipo de línea investigativa sobre sus dichos (CJM, 2019, p. 149).

Según la abogada querellante Viviana Beigel, que ha examinado numerosos expedientes de personas detenidas bajo el influjo de la ley N° 20.840, surge que las primeras medidas de pesquisa eran producidas por los funcionarios de la Policía Federal y que rápidamente le daban intervención al juez, quien continuaba la indagación ordenando acciones y procedimientos legales a los fines de demostrar cómo se habían transgredido las leyes antisubversivas (Beigel, 2017). Dicho en otras palabras, la labor realizada por la policía federal estaba en línea y era continuada por los diferentes magistrados.

En el caso de Llorens, el expediente indica que ella no contaba con antecedentes políticos, gremiales ni sociales y nada hacía suponer “que se hubieran indagado sus antecedentes penales” (Beigel, 2017, p. 5). No obstante, los magistrados solo se interesaban en dar prueba de su militancia política. Una vez acreditado su compromiso con la izquierda marxista, se dispusieron gestiones para incriminarla por medio de “la citación de testigos” y el ordenamiento de “nuevos allanamientos con participación de fuerzas policiales”. En los sumarios, advierte Beigel, es posible distinguir –sin mayores excusas– el intercambio de roles y funciones entre jueces, fiscales y defensores, “pudiendo actuar en una misma causa como fiscal y en las fojas siguientes como juez federal” (Beigel, 2017, p. 4).15Esto es lo que sucedió con Teresita y con la intervención de Miret, que en ese momento se encontraba actuando como fiscal y no en calidad de juez, como lo hemos visto en otros casos. De este modo, el magistrado “dictaminó sobre la competencia de la Justicia Federal, señalando que debía instruirse el correspondiente sumario criminal y someter a indagatoria a la detenida” (Beigel, 2017, p. 4). Llorens logró designar a Alfredo Guevara y Fuad Toum como abogados defensores y ellos denunciaron que la detenida había sido objeto de apremios ilegales, solicitando que se investigaran los hechos y a la par su excarcelación. Si el comisario a cargo requirió la prórroga de la incomunicación de la acusada, por su parte, el juez rechazó el pedido de sus defensores y ordenó, por el contrario, a expensas del fiscal, su prisión preventiva. Indica Beigel también, que en el expediente es posible visualizar que a los abogados defensores “les iniciaron sumarios policiales y los mismos jueces y fiscales federales que acusaron a Llorens impulsaron procesos contra Guevara y Fuad Toum, acusándolos por hechos vinculados a las leyes antisubversivas” (Beigel, 2017, p. 4). En abril de ese año, Teresita Fátima prestó declaración indagatoria acompañada de un nuevo abogado, Ángel Bustelo. Allí testificó haber sido torturada salvajemente y agregó que en su declaración anterior había ocultado los maltratos debido a las amenazas de muerte que le habían infligido. Sin mediar investigación ni citar posibles testigos de los hechos denunciados, el juez elevó la causa a juicio. Cinco meses después, Bustelo fue detenido por el Ejército e inició un circuito de reclusión clandestina y cárcel. Según testificó Petrona, su compañera, en el año 2011 estuvo secuestrado en el Comando de Montaña y por la Compañía de Comunicaciones donde fue torturado y sometido a un simulacro de fusilamiento. Luego fue trasladado a la Unidad 9 de la ciudad de La Plata. Al recuperar su libertad, Bustelo decretó “la muerte del derecho” a raíz de todo lo padecido y decidió dar de baja su matrícula (CJM, Audiencia 41, 19/04/2011).

6. Ideas finales

La Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad no cuenta todavía con un registro estadístico de la aplicación de la ley N° 20.840, por lo que no se dispone de un mapa global de cómo funcionó este instrumento jurídico en las distintas provincias del país. Sin embargo, algunos documentos de las Fuerzas Armadas y de Seguridad muestran insistentemente la recomendación de su uso. La normativa tuvo larga vida porque se empleó desde el último tercio del año 1974 y mantuvo su vigencia durante todos los años de la última dictadura militar. Sin dudas, formó parte de una trama jurídica más amplia que tuvo por propósito intensificar las escalas penales, agilizar la investigación de los delitos calificados de subversivos y dar participación directa en ella a la Policía Federal, a las policías provinciales, a la Gendarmería, Prefectura Naval y Fuerzas Armadas.

Según las evidencias aportadas en el IV juicio de Mendoza, los agentes de la justicia federal mendocina implicados en el accionar genocida delinearon un modus operandi que es posible identificar. En primera instancia, libraron órdenes de captura que se transformaron en operaciones de secuestro, dispusieron de allanamientos donde tuvieron lugar actos violentos y robos a la propiedad, avalaron las detenciones en centros clandestinos y convalidaron las declaraciones tomadas bajo tortura. En segundo lugar, cuando las personas afectadas interpusieron quejas y recursos, los magistrados asumieron apresuradamente su competencia federal para no perder injerencia en la resolución de los casos. Pero, por el contrario, se declararon incompetentes frente a la supuesta imposibilidad de identificar a los autores de los delitos y “las causas eran sobreseídas provisoriamente, aunque el cierre terminaba por ser definitivo” (CJM, 2019, p. 145). El fiscal general Dante Vega opinó que esta manifestación de incompetencia resultaba ser “tardía, incoherente y falta de fundamentos”, pues había comenzado a ser invocada por los acusados durante el juicio, no pudiendo “explicar por qué en su momento sí se declararon competentes” (CJM, 2019, p. 146). Las pruebas producidas durante el proceso judicial contra los magistrados revelan, además, su entera responsabilidad al no estipular medidas frente a los delitos sexuales que las mujeres detenidas reportaron en repetidas ocasiones, así como en relación con los secuestros y diversos vejámenes sufridos por las criaturas, hijos e hijas de las personas desaparecidas (Expediente F– 636, 2011).

La ley de Seguridad Nacional y, junto a ella, los actos procesales de la justicia federal, para darle cumplimiento tuvieron una gran incidencia entre las izquierdas y el mundo obrero, permitiendo perseguir y encarcelar a numerosos activistas. Cuando el Ejército definió las cinco zonas de defensa, con sus correspondientes subzonas, áreas y subáreas, y advinieron las prácticas represivas de carácter clandestino, la secuencia de secuestro-tortura y la desaparición forzada se constituyó en el corazón del disciplinamiento estatal, el uso de la ley se debilitó. Sin embargo, nunca cayó en desuso, pues siguió sirviendo como un elemento clave de la base jurídica autoritaria de nuestro país.

Referencias

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Notas

1 La saga de los enfrentamientos entre sectores de la izquierda y la derecha del peronismo y el carácter autoritario y represivo de las políticas del gobierno de Perón fue contributivo de un estado de excepción preexistente que se expresaría en múltiples medidas durante el trienio 1973-1976 hasta alcanzar su cenit con el golpe de Estado de marzo de ese último año. Este tema puede profundizarse en Franco (2012).
2 Ver este debate en Congreso Nacional (1974, pp. 2285-2359).
3 Ver detalles de su articulado en Fontán Balestra (1976).
4 Carlos Fontán Balestra (1976) señala que la acción dolosa se constituye en el logro de la finalidad de los postulados ideológicos del autor.
5 También se pueden revisar las inflexiones teóricas sobre las experiencias autoritarias del sur rioplatense, en Franco e Iglesias (2011).
6 Ver este debate historiográfico expresado en investigaciones empíricas que aportaron importante evidencia en favor del argumento de la continuidad de una legalidad autoritaria en la Argentina: Águila, Garaño y Sacatizza (2016); Bohoslavsky (2015), D’Antonio (2016a); Eidelman (2010); Jemio (2021); Rodríguez Agüero (2014; 2020) y Villalta (2012), entre otros.
7 Entrevista realizada por Débora D’Antonio a Mercedes Soiza Reilly, Fiscal Federal Ad Hoc en la megacausa ESMA (diciembre de 2018, Buenos Aires).
8 Mediante el decreto N° 2770 se creaba el Consejo de Seguridad Interna, a través del cual los comandantes generales de las Fuerzas Armadas asesorarían a la presidencia en la lucha contra la “subversión”. El decreto N° 2771, por otro lado, permitía al Consejo de Seguridad Interna suscribir convenios con las provincias para que el personal penitenciario y policial quedara bajo control operacional de las Fuerzas Armadas; y, el decreto N° 2772 declaraba el carácter nacional de la lucha “antisubversiva” y autorizaba a las Fuerzas Armadas a través del Consejo de Defensa a aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio de país.
9 Sobre el tema abordado en este trabajo solo hallamos investigaciones provenientes de los fiscales y abogados querellantes citados en el cuerpo de texto y del Colectivo Juicios Mendoza (Viviana Beigel, Pablo Salinas, Dante Vega).
10 El Colectivo Juicios Mendoza se conformó en 2010 por iniciativa de los organismos de derechos humanos para la cobertura del primer proceso por delitos de lesa humanidad de la Ciudad de Mendoza. Desde ese momento y hasta el momento, se dedicó ininterrumpidamente al seguimiento, registro y difusión de los sucesivos procesos judiciales por crímenes cometidos durante el terrorismo de Estado que se desarrollaron en la capital provincial y en San Rafael (https://lesahumanidadmendoza.com/).
11 Ver este tema en detalle en Rodríguez Agüero y D’Antonio (2019).
12 Además del trabajo de Franco (2012) ya referido que indaga en la depuración ideológica al interior del peronismo, señalamos que la persecución del Estado hacia su propio personal se produjo a través de instrumentos existentes que habían sido previamente utilizados por otros gobiernos, como la ley de prescindibilidad o las cesantías en el empleo público, afectando también, como ya se indicó, a los escalones jerárquicos que hubiesen cometido “desfalco económico” contra el Estado. Ver este tema en D’Antonio (2019) y Solis (2023).
13 Se trata de David Blanco quien relató en 2010 las vejaciones sexuales sufridas por agentes de ese centro clandestino. Ver Colectivo Juicios Mendoza (2019, p. 37).
14 Una investigadora que se ha abocado a estudiar la violencia sexual en los CCDS es Victoria Álvarez (2017).
15 Se han producido discusiones en torno al concepto de farsa judicial y sobre cómo determinadas instituciones o instrumentos jurídicos fueron utilizados para trastocar lo ilegal en una aparente legalidad resultando ser una variante refinada del modus operandi del régimen militar. Ver este debate en D’Antonio (2016b).

Recepción: 12 Abril 2024

Aprobación: 26 Julio 2024

Publicación: 01 Septiembre 2024



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