Artículos de temática abierta
Lecturas de El segundo sexo de Simone de Beauvoir
Resumen: El segundo sexo de Simone de Beauvoir, publicado en 1947, es hoy un clásico del feminismo que se sigue leyendo. En el artículo se analiza la historia de este libro; el contexto intelectual que lo inspiró, los trazos esenciales de su pensamiento y la recepción; el escándalo que produjo su aparición, en Francia, los ecos en España y las lecturas posteriores del libro. “No se nace mujer; se llega a serlo”, la conocida frase que el feminismo haría suya, en los años setenta, resume bien el valor, epistemológico y político, de un libro que, aún hoy, sirve de inspiración para pensar el devenir de las mujeres.
Palabras clave: Feminismo; Mujeres; Historia; Política.
Readings of the second sex of Simone de Beauvoir
Abstract: Simone de Beauvoir’s The Second Sex, published in 1974 became a classic book and is still being read nowadays. This Essay analyses the history of this book; the intellectual context it was inspired from, its essential line of thinking and how was it welcome from readers; also the shock it meant when it was first published in France, its echoes in Spain and the subsequent readings. The famous sentence ‘You are not born a woman, you become a woman’, which was endorsed by Feminism in the 1970’s, summarizes well the political and epistemological value of a book that, even today, inspires to think about the future of women.
Keywords: Feminism; Women; History; Politics.
1. No se nace mujer; se llega a serlo 1
He explicado cómo fue concebido este libro:
casi de manera fortuita; queriendo hablar de mí,
me di cuenta de que me era necesario describir la condición femenina;
comencé por considerar los mitos
que los hombres habían forjado a través de las cosmologías,
las religiones, las supersticiones, las ideologías o las literaturas.
Intentaba poner orden en el cuadro
aparentemente incoherente que se me ofrecía...
(Beauvoir, 1963, p. 258).
Simone de Beauvoir ha contado en sus Memorias cómo se había gestado la idea de escribir un libro sobre las mujeres. La propuesta que, según dice, había partido de Jean Paul Sartre, se hizo firme por la necesidad de desentrañar el significado de “ser mujer” y de qué manera la condición femenina habría marcado su vida; cómo había influido en sus acciones y decisiones y en su obra. La autora relata también cómo la elaboración del libro, que se prolongaría durante tres años, le depararía muchas sorpresas y descubrimientos inesperados. Así escribe "comencé a mirar a las mujeres con una mirada diferente e iba de sorpresa en sorpresa. Es extraño y estimulante descubrir, de repente, a los cuarenta años, un aspecto del mundo que salta a los ojos y que no vemos" (Beauvoir, 1963, p. 159).
La publicación de El segundo sexo, en 1949, en la conocida editorial Gallimard, debía de producir un escándalo, inesperado, en la sociedad francesa del momento: intelectuales y políticxs conocidxs mostrarían entonces su resistencia a pensar las cosas de otro modo, abandonando las ideas comunes sobre el sexo y la sexualidad. El libro, sin embargo, debía de abrir una brecha en el conocimiento sobre la condición y la situación de las mujeres, que, más tarde, podría servir para la renovación de la teoría y de la práctica política del feminismo que resurgiría en los años setenta.
En El segundo sexo Beauvoir contestaría el determinismo sostenido, desde la biología o desde el psicoanálisis, que interpretaba el sexo como portador de un destino preestablecido:
el Ser no existe y no debe de confundirse con llegar a ser, el ser, según la filosofía existencialista, es siempre un sujeto tal como se manifiesta. Para los seres humanos, para los hombres como para las mujeres, el ser no es algo, ninguna esencia definitiva (Beauvoir, 2005, p. 371).
No se nace mujer; se llega a serlo, en el eslogan, adoptado por el feminismo, se contenía un mensaje de esperanza para las mujeres: si no se nace mujer o si ser mujer ya no podía verse como un castigo divino, ni como un destino ineludible, ni comportaba un modo de vida determinado, las mujeres comenzarían a creer que sus vidas podían ser diferentes. En El segundo sexo, en efecto, se abría la puerta para pensar que el ser mujer, lejos de tratarse de una desgracia ineludible o ser la expresión de una esencia inmutable, era el resultado de un hecho accidental, histórico, que podía transformarse. En el libro se mostraría también el modo en que la sociedad contemporánea sitúa a la mujer; las posibilidades que se les ofrecen y los límites que se les imponen a las mujeres y cómo ellas mismas enfrentarían su situación y las posibilidades de futuro que se vislumbran en la sociedad contemporánea.
En este artículo se analiza la historia de El segundo sexo; el contexto intelectual que inspiró su escritura, los trazos esenciales del pensamiento de Beauvoir, la recepción del libro, a partir de los años cincuenta, en Francia y en España y su influencia en el pensamiento feminista contemporáneo
1. 1. El punto de partida
He dudado mucho antes de escribir un libro sobre la mujer. Es un tema irritante,
sobre todo para las mujeres, y no es ninguna novedad. La polémica del
feminismo ha hecho correr ríos de tinta suficiente. Y, sin embargo, seguimos
hablando de ello. Y no parece que las voluminosas tonterías proferidas durante
este último siglo hayan arrojado alguna luz sobre el problema (Beauvoir, 2005,
p. 47).
¿Qué es una mujer?, ¿qué significa ser mujer?, se pregunta Beauvoir en el prólogo de El segundo sexo. Reconoce que el tema no es nuevo, que se ha escrito mucho, pero que las respuestas que se han dado son poco satisfactorias y la cuestión sigue sin resolverse. En nuestra sociedad, escribe Beauvoir, el hombre y la mujer no se representan como dos polos simétricos. El hombre representa lo positivo y lo neutro, hasta tal punto que con la palabra “hombre” se designa al "género humano"; la mujer aparece en negativo, de tal manera que toda determinación se le imputa como una carencia. El carácter de la mujer sería, así, naturalmente defectuoso; la mujer es un hombre fallido; la mujer es un ser relativo; el cuerpo de la mujer aparece desvalido, etcétera. La mujer es lo que el hombre ha decidido. La mujer se determina y se diferencia con respecto del hombre, y no a la inversa: “Ella es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, lo Absoluto, ella sería la Alteridad” (Beauvoir, 2005, p. 50).
El concepto de alteridad, que se define como una categoría fundamental del pensamiento humano, implica que todo colectivo al definirse como tal enuncia al otro frente así como una oposición. Así, Beauvoir escribe que "el sujeto sólo se afirma cuando se opone al otro" y que, al enunciarse como esencial, convertiría al otro en inesencial, en objeto. La idea de alteridad, que sería aplicable a lxs extranjerxs, judíxs, negrxs o indígenas, tendría siempre un componente de extrañeza y negatividad, respecto del otro, que se traduciría en una hostilidad fundamental respecto a cualquier otra conciencia. La relación de alteridad comporta siempre la voluntad de dominio, pero cuando este logra afirmarse contiene en sí mismo el germen de su disolución, por el conflicto de alteridades. Así habría ocurrido, por ejemplo, en el caso de los proletarios que se habrían enfrentado a los capitalistas, pero el choque de las mujeres con los hombres no se habría producido. La cuestión que se plantea entonces es: ¿por qué las relaciones entre los dos sexos no han evolucionado en conflicto o hacia una mayor reciprocidad, como ocurre cuando un sujeto toma conciencia y aspira a situarse en el lugar del otro?, ¿por qué las mujeres no se habrían rebelado: “¿de dónde viene esta sumisión?” (Beauvoir, 2005, p. 52).
Beauvoir encuentra una explicación en el hecho –que cree probado por los datos que maneja— de que la dominación de las mujeres no podía datarse en un momento dado de la historia, ni basarse en un hecho concreto, sino por sus funciones biológicas. Así, escribe que:
No siempre hubo proletarios, pero siempre ha habido mujeres, lo son por su estructura fisiológica; por mucho que nos remontemos en la historia, siempre han estado subordinadas al hombre: su dependencia no ha sido consecuencia de un acontecimiento de un devenir, (Beauvoir, 2005, p. 53).
Y añade, “la mujer es la que pare”. Pero al mismo tiempo, advierte que, aunque podamos suponer que la dominación se fundamenta en un hecho biológico y no accidental, es decir histórico, esto no justificaría la dominación de un sexo sobre otro; la naturaleza, escribe, no es inmutable y la alteridad no es una condición invariable. Pero, al mismo tiempo, se nos dice que, a lo largo de la historia, las mujeres habrían aceptado la superioridad y el dominio de los hombres. Las mujeres no dicen nosotras, como sí han hecho otros colectivos; lxs proletarios, como lxs judíxs o lxs negrxs, dicen nosotros, y al afirmarse como sujetos transforman en otros a los burgueses o a los blancxs. Pero en las mujeres no se habría producido la misma inversión, sino que “los hombres dicen las <mujeres>y ellas retoman estas palabras para autoasignarse, pero no se afirman como sujetos” (Beauvoir, 2005, p. 52).
Beauvoir duda de que, aún en el siglo XX, las mujeres puedan generar un conflicto y una oposición que pudiera servir para cambiar las cosas. Sin embargo, se interesa en el porvenir de las mujeres. Desde esta perspectiva, analiza los cambios que se estarían dando en la sociedad contemporánea y se pregunta si el hecho de que muchas más mujeres trabajen y vivan una vida independiente anunciaría un tiempo nuevo en las relaciones de los sexos. Así escribe:
¿De dónde viene que el mundo siempre haya pertenecido a los hombres y que solo ahora empiecen a cambiar las cosas? ¿Este cambio es un bien? ¿Llevará o no a un reparto igualitario del mundo entre hombres y mujeres? (Beauvoir, 2005, p. 56).
Estas preguntas, escribe Beauvoir, no son nuevas, pero lo cierto es que aún no tenemos una respuesta fiable y que no sabemos cómo salir del laberinto de la confusión en la que estamos instalados. La autora considera que este no es un hecho casual, que la verdad sobre las mujeres ha sido enmascarada, a lo largo de los siglos, por los hombres interesados en la defensa de sus privilegios. Así escribe, tomando como referencia el testimonio y la autoridad de un filósofo que, ya en 1673, había denunciado el pre-juicio que movía la pluma de los muchos que escribían sobre las mujeres: “Todo lo que han escrito los hombres sobre las mujeres debe de ser sospechoso, pues son a un tiempo juez y parte, dijo en el siglo XVIII (sic) Poulain de la Barre, feminista poco conocido” (Beauvoir, 2005, p. 56). De la Barre, en efecto, era autor de una obra significativamente titulada De l'egalité des sexes, en la que –siguiendo el método de análisis cartesiano— se refutarían los argumentos que, contra toda razón, defendían la superioridad del intelecto masculino, justificando así la diferencia de la educación que debía de darse a uno y otro sexo. Y añade que:
los que hicieron y compilaron las Leyes eran hombres, por lo que favorecieron a su sexo, y los jurisconsultos convirtieron las leyes en principios dice también Poulain de la Barre. Legisladores, sacerdotes, filósofos, escritores, sabios, se afanaron en demostrar que la condición subordinada de la mujer era grata al cielo y provechosa en la tierra (Beauvoir, 2005, p. 56).
La mayoría los hombres, advierte, se muestran conformes con la situación de privilegio en que ellos mismos se han colocado, aunque no todos se niegan a reconocer sus intereses. Como escribe, tomando prestada una frase de Montaigne, un autor poco favorable al sexo femenino pero que, sin embargo, no excusa decir la verdad: que para los hombres "es más fácil acusar a un sexo que excusar al otro". En la historia del pensamiento es posible encontrar los nombres de otros hombres que buscaron escribir con mayor verdad y justicia sobre las mujeres: Denis Diderot, Henri Beyle –Stendhal— o John Stuart Mill fueron algunos de ellos.
Beauvoir se distancia también del feminismo. Considera que sus textos en defensa de las mujeres apenas habrían servido para producir un pensamiento nuevo sobre la cuestión de las mujeres; escritos en tono de polémica, el pensamiento feminista habría quedado estancado en las vagas discusiones sobre la superioridad e inferioridad de las mujeres, sin llegar a la raíz del problema. Como escribe:
cada argumento trae enseguida su contrario y a menudo ambos se asientan sobre bases falsas. Si queremos ver claro hay que salir de este lodazal, hay que rechazar las vagas nociones de superioridad, inferioridad, igualdad que han pervertido todas las discusiones y partir de cero (Beauvoir, 2005, p. 61).
Y añade que para partir de cero es necesario preguntarse: “¿cómo debemos de plantear la cuestión? y ¿quiénes somos para plantearla” (Beauvoir, 2005, p. 61). A esta pregunta, Beauvoir responde dando un rodeo: considera, en primer lugar, que la tarea no puede encomendarse a los hombres porque, en general, no son fiables. Reconoce que las mujeres estarían en mejor situación porque conocen el problema y lo viven más de cerca, pero advierte también que no todas podrían hacerlo del mismo modo. Considera que las mujeres que se sienten incómodas o dañadas por la feminidad tampoco serían fiables, su situación podría poner en riesgo la objetividad que sería necesaria en una cuestión que, como se ha visto, es compleja y provoca muchos sobresaltos y tensiones entre los sexos. Así escribe que:
la buena o la mala fe no les viene dictada a los hombres ni a las mujeres por una misteriosa esencia; es su situación la que los predispone más o menos a buscar la verdad (Beauvoir, 2005, p. 62).
Beauvoir anuncia aquí un tiempo nuevo para el conocimiento sobre las mujeres y afirma que si ello había comenzado a ser posible era gracias a que algunas de ellas, que habrían ido saliendo del reducido espacio que se les concedía a la mayoría, se habrían incorporado al mundo del conocimiento, reservado a los hombres hasta fechas muy recientes. Beauvoir, no cabe ninguna duda, está hablando de ella misma. En 1949, la escritora, que comienza ya a ser conocida por sus novelas, siente que forma parte de esa genealogía de mujeres que, al haber "acumulado las ventajas de ambos sexos y no haber sufrido por su feminidad pueden escribir con toda serenidad, sobre un tema sobre el que pesarían todas las sospechas". Escribir con verdad y autoridad es la primera obligación moral que Beauvoir se impone: el compromiso que asume en un libro que perseguiría hacer la luz sobre la condición de las mujeres y su situación en la sociedad. Y así escribe que “al salir de una era de polémicas desordenadas, este libro es un intento entre otros de situarnos” (Beauvoir, 2005, p. 62).
1. 2. Nada es natural
En las páginas de El segundo sexo, se cuestionaban el naturalismo y el fijismo que se inscribían de manera dominante en las ciencias del momento. Coincidentes todas ellas en señalar los rasgos diferenciales de la anatomía femenina:
¿La mujer? Es muy sencillo dicen los amantes de las fórmulas sencillas: es una matriz, es un ovario; es una hembra y basta esta palabra para definirla. De manera negativa. El término "hembra" es peyorativo, no porque arraigue a las mujeres en la naturaleza, sino porque la confina dentro de los límites de su sexo; y si este sexo parece al hombre despreciable y enemigo, incluso entre los animales más inocentes, es evidentemente a causa de la hostilidad que en él despierta la mujer, a pesar de lo cual quiere encontrar en la biología una justificación para este sentimiento (Beauvoir, 2005, p. 67).
Beauvoir se esfuerza en demostrar el prejuicio que se percibe fácilmente en los textos de los autores empeñados en afirmar que las diferencias que se encuentran en el carácter, las costumbres sexuales o la moral de las mujeres estarían prefijadas en la anatomía de las hembras. Descubre aquí la confusión creada en los textos de los autores que, con vena poética, insisten en el misterio del sexo femenino, creando la paradoja que se muestra en estos casos en los que es posible defender, al mismo tiempo, la fijeza de la identidad femenina y que la mujer sea un misterio que escaparía a cualquier definición, o podría abrirse a todas las definiciones. Beauvoir, en efecto, se esfuerza en mostrar que la biología es siempre una interpretación y que, en los estudios que ella conoce, se pone de relieve la tendencia a afirmar la alteridad. Así escribe con ironía:
Sería un atrevimiento deducir de esta evidencia [de la diferencia anatómica] que el lugar de la mujer es el hogar; pero hay gente muy atrevida. En su libro Temperamento y Carácter, Alfred Fouillé pretendía definir a la mujer en su totalidad a partir del óvulo y al hombre a partir del espermatozoide; muchas teorías aparentemente profundas descansan en este juego de dudosas analogías (Beauvoir, 2005, p. 77).
Desde esta perspectiva, se comprende que la maternidad se presente como un instinto ineludible de las mujeres y no como un sentimiento derivado de una determinada interpretación del hecho procreador: “no existe un <instinto maternal>: la palabra no se aplica, en ningún caso, a la especie humana: la actitud de la madre se define por el conjunto de su situación y por la manera en que ella la asume” (Beauvoir, 2005, p. 77).
Su análisis se extiende también a las teorías psicoanalíticas. En Freud, valora el avance en la comprensión de la subjetividad humana, así como la consideración del cuerpo como cuerpo vivido por los sujetos, en lugar del cuerpo como objeto de las ciencias, pero contesta su teoría sobre la sexualidad femenina. Considera que es el producto de una valoración previamente establecida de la virilidad y, en este sentido, sostiene que la teoría de la envidia del pene consagra, sin llegar a demostrarse, la idea preestablecida sobre la potencia viril; del mismo modo, señala que el complejo de Electra no sería, como pretende Freud, la expresión de un deseo sexual femenino sino “una abdicación profunda del sujeto que consiente en hacerse objeto en la adoración y la sumisión” (Chaperon, 2000, p. 154).El psicoanálisis, insiste, no prestaría suficiente atención a las causas sociales que, en su opinión, desempeñan un papel fundamental en la construcción de la sexualidad de las mujeres. Y concluye que si los hombres y las mujeres no se implican del mismo modo en las relaciones sexuales no se debe a ninguna inclinación natural o innata, sino al modo en que la tradición y la sociedad definen la sexualidad y el amor en el hombre y en la mujer. Así, escribe que “es la diferencia de su situación lo que se refleja en la concepción que el hombre y la mujer tienen del amor. Si la mujer se siente pasiva en el acto amoroso es porque se piensa como tal” (Chaperon, 2000, p. 155).
1. 3. La historia
Este mundo siempre perteneció a los varones:
ninguna de las razones que se han adelantado para explicarlo
nos ha parecido suficiente.
Solo revisando a la luz de la filosofía existencialista los datos de la prehistoria
y la etnografía podemos entender cómo se estableció la jerarquía de los sexos
(Beauvoir, 2005, p. 125).
En su relato sobre la historia de la dominación masculina, Beauvoir se remonta a los orígenes de la humanidad. Enfrentada a las teorías que defendían la existencia de un matriarcado, niega que en algún momento de la historia las mujeres hubieran tenido un mayor protagonismo y poder sobre los hombres. Bien al contrario, considera que, desde el inicio de los tiempos, las mujeres, habían sido dominadas por los ellos. Obligadas o sometidas por la “ciega procreación”, el sexo femenino se habría ocupado y agotado en la conservación de la vida de la especie, mientras que los hombres, desligados de las tareas de la procreación, se habrían podido ocupar de la producción de alimentos y de inventar la técnica necesaria para una mejor supervivencia del grupo humano. Y añade que las tareas de los hombres se habrían percibido como actos superiores a la procreación; así escribe que:
el valor supremo para el hombre no es la vida, sino que ésta debe de servir a fines más importantes que la vida misma. La peor maldición que pesa sobre la mujer es estar excluida de las expediciones guerreras; si el hombre se eleva por encima del animal no es dando la vida, sino arriesgándola; por esta razón, en la humanidad la superioridad es acordada no al sexo que engendra, sino al que mata (Beauvoir, 2005, p. 128; el subrayado es propio).
El relato de Beauvoir se sostenía en una determinada visión del “progreso” basado en el dominio de la naturaleza, que habría sido llevado a cabo por los varones Así, mientras las mujeres ocupadas en dar a luz y en procurar la supervivencia de los nacidos habrían permanecido cercanas a la naturaleza, los hombres se separarían de ella para crear la cultura. La hembra, expresa Beauvoir, es presa de la especie más que el macho, la maternidad la mantiene atada a su cuerpo, mientras el varón percibe la superioridad de su tarea. Como escribe Beauvoir, la actividad masculina, al crear valores, ha constituido la existencia como valor en sí; ha vencido a las fuerzas confusas de la vida; ha sometido a la naturaleza y a la mujer (Beauvoir, 2005, p. 130).
A partir de aquí, la historia de las mujeres se representa como un tiempo casi inmóvil, como un continuo marcado por la permanencia en la dominación: “Toda la historia de las mujeres ha sido hecha por los hombres y ellas nunca les disputaron su dominio” (Beauvoir, 2005, p. 211). Las mujeres son lo que los hombres han querido y éstos han decidido expulsarlas del espacio de la producción y de la creatividad, en consecuencia las mujeres nunca habrían jugado un papel relevante en la historia.
Pero Beauvoir no ignora la presencia y protagonismo de las mujeres en determinados espacios culturales o políticos, aunque afirma que las acciones del sexo femenino e incluso los signos de poder que podrían vislumbrarse en aquellas que reinaron en las cortes medievales o que fueron especialmente activas en las guerras de la Fronda, no elimina la situación de dominación que condicionaría sus actos; considera que estas mujeres actuaron siempre como miembros de una familia, de un clan o de un partido político regido por los hombres. Y añade que, en la mayoría de los casos, eran los hombres los que juzgaban sus acciones, los que las impulsaban, toleraban e igualmente podían reprimirlas. Con todo, se interesa en destacar, cuando cabe, la libertad de palabra y la acción de algunas mujeres que, amparadas en la religión o en la escritura lograron soslayar los márgenes impuestos al sexo femenino. Teresa de Ávila es la figura que se destaca en el texto. Pero añade que era, en tanto que dominadas, que estas mujeres habían producido su pensamiento.
1. 4. La experiencia vivida
Ningún destino biológico, psíquico, económico,
define la imagen que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana,
solo la mediación humana puede convertir a un individuo en Alteridad
(Beauvoir, 2005, p. 371; el subrayado es propio).
La segunda parte del libro comienza afirmando que el ser mujer no se debe a ninguna esencia ni a ninguna maldición divina sino al modo en que las mujeres han sido “mediatizadas” y convertidas en alteridad. Desde esta perspectiva, la autora emprende la tarea de explicar sistemáticamente la situación de la mujer en las sociedades contemporáneas; las normas que se les imponen; las posibilidades que se les ofrecen y aquellas que les son negadas, sus límites, sus oportunidades y la falta de ellas, sus evasiones, sus logros.
Así, en los capítulos dedicados a la "Formación", se refiere al trato que reciben en la niñez y adolescencia. Su mirada crítica se fija en la formación de la sexualidad, el significado negativo y el temor sexual, y señala cómo los conflictos son vividos de manera diferente por lxs adolescentes y jóvenes. Como destaca: en una sociedad, que prohíbe y oculta los medios para el control de la natalidad, los anticonceptivos o el aborto, la libertad sexual de la mujer sencillamente no existe o está muy disminuida. Pone también de relieve los problemas causados por la educación sentimental de las mujeres, formadas en la sensibilidad y en la sentimentalidad, que situaría el amor en el centro de sus vidas. Considera que estas mujeres cometen un error existencial ignorando que los hombres, a los que se entregarían, no viven el amor del mismo modo.
La situación de dominación de las mujeres se afirmaría después mediante las instituciones, particularmente en el matrimonio. Explica así que el matrimonio, percibido en la sociedad como una institución natural y necesaria al orden social y a la felicidad de los individuos, produce efectos contradictorios en las mujeres, que perciben la carga de las obligaciones familiares. Sin reciprocidad. Y así concluye que, en el balance de los beneficios, las desgracias o la felicidad que el matrimonio proporciona a uno y otro sexo, las mujeres saldrían perjudicadas. La maternidad tampoco saldría bien parada. Así, sostiene que ser madre no es un deseo natural o una inclinación ineludible de las mujeres, sino un hecho mediado por la sociedad; cuestiona así los tintes románticos que acompañan al nacimiento de los hijos y el silencio que se contrapone a los problemas sufridos por las mujeres en relación con los embarazos, la lactancia, etcétera. Defiende, de manera taxativa, que ser madre debe de ser siempre una elección y que solo la libre maternidad puede asegurar el amor y el buen cuidado de los hijos. El amor, argumenta, no se impone y ni siquiera el maternal puede ser impuesto. Frente a la ideología que considera la maternidad como una inclinación natural y un deseo primordial e ineludible en las mujeres advierte contra el error de "pensar que la mujer pueda alcanzar por el hijo, una plenitud, un calor, un valor que no haya sabido crear por ella misma" (Beauvoir, 2005, p. 678).
La situación de la mujer se oscurece en el tratamiento de la vejez: con la perdida de la fertilidad y la belleza, la mujer tradicional se vería privada de los atractivos que la sociedad valoraría en el sexo femenino y perdería su poder; si es que alguna vez lo tuvo. El dolor que sufre la mujer que se abandona en manos de los otros, del marido en este caso, y que es abandonada en su vejez es el tema de La mujer rota. La novela, publicada en enero del ´68, es desgarradora.
Los trazos que habitualmente caracterizan el comportamiento de las mujeres refieren un panorama desolador. Las mujeres, abocadas a un destino impuesto desde el exterior, no contestarían su dominio. Observa que las mujeres, en su mayoría, se muestran conformes con su "situación" y que muy pocas consideran que sus vidas sean despreciables, bien al contrario, piensan que sus vidas son buenas, incluso que son mejores que las de los hombres con los que conviven. Pero Beauvoir frena en seco lo que considera un equívoco existencial de las mujeres que, convencidas por la poética que rendía culto a los atractivos de la feminidad, preferirían ocultar la dominación. Estas mujeres, escribe, no parecen calibrar los intereses que se ocultan tras las palabras amables y los homenajes que reciben de los hombres. Igualmente, reprocha la mala fe de aquellas que no conocen la ignominia en la que viven (Beauvoir, 2005, p. 366).
La situación que se describe sería semejante a la de la “servidumbre voluntaria”, de la que habla el filósofo y moralista Éttiene de La Boétie, para referirse al acatamiento y la conformidad que los súbditos –o los más débiles— prestarían al rey absoluto en las sociedades del Antiguo Régimen. Pero Beauvoir no pone flores en el mausoleo de los hombres, no cree que los varones, que durante siglos han puesto por delante sus intereses, vayan ahora a ceder sus privilegios, aunque al mismo tiempo, duda de que las mujeres enfrenten su situación.
La mujer no se representa como un sujeto siempre clarividente y todopoderoso, sino en situación. La libertad que para el existencialismo se colocaría como un valor supremo se combina siempre con la situación social que impone sus reglas. Ninguna mujer podía ser pensada partiendo de la nada, con plena capacidad de construir su libertad, sino como un sujeto que vive en una situación social, que la contiene en una forma de ser. Las mujeres no son libres, la dominación contrae su desarrollo, pero no cierra todas las puertas; la libertad es siempre una inclinación y una posibilidad de los sujetos en sociedad. Lo que Beauvoir ofrecía a las mujeres era una ética basaba en la libertad y en la responsabilidad.
Las mujeres, escribe, son “mitad víctimas, mitad cómplices, como todo el mundo”. La frase, tomada de Sartre, aparece, no por casualidad, en la portadilla que abre la segunda parte (Beauvoir, 2005, p. 365).
1. 5. Hacia la liberación
El código francés ya no considera la obediencia uno de los deberes de la
esposa y cada ciudadana se ha convertido en una electora; estas libertades
cívicas siempre son abstractas cuando no llevan aparejadas una autonomía
económica; la mujer mantenida -esposa o cortesana- no está liberada del varón
porque tenga en sus manos una papeleta; si bien las costumbres les imponen
menos obligaciones que antes, estas licencias negativas no han modificado
profundamente su situación; sigue encerrada en su condición de vasalla
(Beauvoir, 2005, p. 851).
En las últimas páginas del libro, Beauvoir debía de abrir la puerta para pensar la liberación del sexo femenino. En el texto, sin embargo, se pondrá el acento en las dificultades que impedirían vislumbrar el futuro, la emancipación de las mujeres. Considera que la igualdad formal, reclamada por el feminismo, no basta para producir la igualdad real, como ha quedado sobradamente demostrado por los nulos efectos que percibe en la sociedad en la que las mujeres son ya ciudadanas de pleno derecho. Tampoco el trabajo y la independencia económica, con ser importantes, podrían garantizar la emancipación del sexo femenino, como pensaban lxs intelectuales situadxs en las filas del marxismo. No ignora que, en el siglo XX, muchas mujeres que trabajan y son independientes económicamente han visto crecer sus oportunidades y las posibilidades de diluir su dependencia, pero observa que muchas siguen atrapadas en la ideología del eterno femenino. Cambiar las formas de vida tradicionales no es fácil, por eso, las mujeres, que conocen las dificultades, se muestran dubitativas y saben que, por comodidad o por miedo a lo desconocido, muchas prefieren seguir las costumbres: “La libertad no es fácil. Hacerse justificar por un dios es más fácil que justificarse por el propio esfuerzo” (Beauvoir, 2005, p. 866).
Reconoce, por otro lado, las dificultades que atraviesan las mujeres que habían comenzado a desbordar los modelos convencionales; la falta de reconocimiento en el trabajo; la dificultad del trato con los compañeros y en las relaciones íntimas; como esposas o como madres, etc. Las mujeres se sienten divididas entre el trabajo y la familia. Esta situación las agota y muchas se sienten deprimidas y paralizadas en sus tareas. En estas circunstancias, concluye, pocas mujeres pueden gozar y tener seguridad en los espacios masculinizados.
Considera, sin embargo, que las cosas pueden empezar a cambiar y confía en que las mujeres que, en mayor número que antes, habían aprovechado las ventajas de la escuela pública obligatoria y habían comenzado a ejercer una profesión, pudieran ser más libres, gozar de las mismas oportunidades y privilegios que los hombres.
Pero la autora duda de que el conflicto de los sexos, que hunde sus raíces en el tiempo, pueda terminar en nuestros días. Beauvoir habla de “guerra”, pero considera que la guerra de los sexos es una extraña guerra porque no siempre los contendientes se reconocen como enemigos, como ocurre en los conflictos convencionales. Observa, por ejemplo, que muchos hombres, interesados en mantener sus privilegios, se mueven y agitan la contienda; por su parte las mujeres pueden reaccionar de mil maneras diferentes, pero, en general, el conflicto no se reconoce, no emerge y no vemos un desenlace.
Beauvoir introduce la idea de fraternidad, piensa que podría ser el principio sobre el cual podría asentarse la amistad entre los sexos. Pero la fraternidad, tal como lo entendieron lxs revolucionarixs francesxs, tiene un claro carácter masculino: los hombres establecen relaciones fraternales, son amigos, compañeros, y colaboran. Pero en la mentalidad de aquellos hombres no estaba que las mujeres fueran sus hermanos.
La fraternidad es un principio que solo se podría aplicar a las relaciones entre iguales, lo cual reconoce que no había ocurrido en la sociedad del momento. Sin embargo, Beauvoir considera que el modelo ya habría sido pensado, se ajustaría a lo que había prometido la revolución de 1917: las mujeres educadas y formadas como los hombres trabajarían en las mismas condiciones y por los mismos salarios; la libertad erótica estaría admitida por las costumbres; el acto sexual ya no se consideraría un servicio remunerado; el matrimonio descansaría en un libre compromiso que las personas podrían romper cuando quisieran; la maternidad sería libre, gracias al control de la natalidad y a la libertad, el libre uso de los anticonceptivos y el aborto; las madres y los hijos tendrían los mismos derechos, independientemente de que estuvieran casadas o no; los permisos de maternidad estarían pagados por la sociedad, que los asumiría. Pero para Beauvoir —lo dirá muchas veces—, este modelo revolucionario no se habría producido en la Unión Soviética ni en Europa. Y su sola mención produce reacciones, desde distintos frentes.
Y aunque pueda parecer chocante, muchxs filósofxs e intelectuales de renombre sostienen, con toda seriedad, que la igualdad entre los sexos traerá muchos desastres, será el fin del amor. Beauvoir no niega que la igualdad produzca cambios que serán molestos para los contendientes, para los hombres más que para las mujeres, pero defiende que la ética de los demócratas obliga a sacrificar los deseos y las inclinaciones que producen los privilegios, que muchos temerían perder. Como escribe: “Podemos apreciar la belleza de las flores, el encanto de las mujeres y apreciarlos en lo que valen; si estos tesoros se pagan con sangre o con desgracia hay que saberlos sacrificar” (Beauvoir, 2005, p. 900).
2. El escándalo de El segundo sexo
El primer tomo de El segundo sexo se publicó en junio;en mayo había
aparecido, en Los Tiempos Modernos, el capítulo sobre “la iniciación sexual de
la mujer”, a los que siguieron en junio y julio los que trataban de la “lesbiana” y
de la “maternidad”. El segundo volumen apareció en noviembre en la editorial
Gallimard. Me quedé estupefacta por el ruido que suscitaron los capítulos
publicados en los Tiempos Modernos (Beauvoir, 1963, p. 258).
El primer volumen de El segundo sexo, publicado en junio de 1947, tuvo una buena acogida de público: en una semana, se vendieron 22.000 ejemplares. Pero el adelanto de algunos capítulos sobre la sexualidad de la mujer en la revista Les temps modernes, dirigida por Sartre, produciría un gran escándalo. La revista, escribe Beauvoir, “se vendía como panecillos”, pero al mismo tiempo, crecía la polémica. En sus Memorias, relata su extrañeza por las palabras de un amigo que, al conocer el libro, la había felicitado por su coraje, al tiempo que le advertía: “va usted a perder muchos amigos”. La alarma sería real, Beauvoir descubriría entonces la furia desatada contra ella, y, como escribe, hasta entonces no conocía lo que era la chiennerie française (Beauvoir, 1963, p. 260).
En el relato de los hechos, en efecto, se destaca la violencia de sus opositorxs, hombres en su mayoría, que solo buscaban el descrédito y la humillación de la autora. Así, escribe Beauvoir que la acusaban de “inventar, de cambiar las cosas, de divagar, de delirar: me reprocharon tantas cosas, lo primero mi indecencia... Qué festival de obscenidad, con el pretexto de fustigar la mía”. El lenguaje de sus oponentes no tenía límites; algunos hombres, que se presentaban como “miembros muy activos del primer sexo”, dirían de ella que era: “insatisfecha, fría, marimacho, ninfómana, lesbiana, cien veces abortada, fui de todo, incluso madre clandestina” (Beauvoir, 1963, p. 260). Otros se le ofrecerían para “curar su frigidez o calmar sus apetitos” (Beauvoir, 1963, p. 260).
En estos hombres se podía percibir el temor que les producían los cambios que observaban en la vida de las mujeres; muchos intelectuales o con poder sentían amenazados sus privilegios y, los más jóvenes estarían observando con preocupación el aumento de las mujeres en las aulas, en el trabajo, etc. No cree, sin embargo, que todos los hombres sientan el mismo temor e incomodidad; considera que los demócratas entienden que las mujeres están en su derecho; es más, se muestran dispuestos a ayudar. Pero advierte sobre el peligro de los hombres que se sienten inseguros en su posición; la violencia aflora y cualquier mujer que se cruce en su camino se convierte en el enemigo a batir. Como, sin duda, había ocurrido en su caso, los hombres que se sentían humillados se autorizaban la violencia, verbal en este caso: “Ahora ya sabemos todo lo que hay que saber sobre la vagina de su jefa” (Beauvoir, 1963, p. 164).
El autor de este comentario, François Mauriac, no era un desconocido: era un intelectual reconocido del que, se queja Beauvoir, no se podía esperar tales bajezas. Con un tono más mesurado el escritor, Albert Camus, que por entonces formaba parte del círculo de sus amigos y correligionarios, le habría dicho “usted ha humillado a los franceses” (Beauvoir, 1963, p. 164). En fin, en el país de la galantería y del amor cortés, muchos hombres consideraban que las mujeres eran bien amadas y que recibían un buen trato, por lo que no debían de tener ningún motivo para quejarse. Beauvoir, pensaron muchos, había ido demasiado lejos. Los escritos de la polémica han sido reunidos en un libro editado por Ingrid Galster (2004).
La publicación de El segundo sexo, en 1949, convertiría a Beauvoir en una autora sulfúrica. El libro, incluido, desde 1956, en el Índice de los libros prohibidos, por el Vaticano, sería retirado de muchos puntos de venta. La obra estuvo prohibida en Portugal y en los países que formaban la Unión Soviética, y también en Inglaterra hubo protestas (Chaperon, 2000, pp.169-180). En España, solo se vendería, bajo mano, en las pocas librerías que pudieron importarlo de la Argentina o de México, a partir de los años sesenta.
2. 1. La guerra fría de los intelectuales, entre otras oposiciones
Mientras Sartre se hunde en la política,
Simone de Beauvoir describe los asuntos de Lady Chatterley
(Galster, 2004, p. 117).
El texto del enunciado era el título de un artículo en el que su autor, anónimo en este caso, aprovecha su tribuna en la revista Samedi soir para fustigar a Beauvoir y a Sartre al mismo tiempo. Que lxs dos aparecieran asociadxs en las críticas no era una casualidad. La publicación de El segundo sexo se produce en un contexto de renovado enfrentamiento político. Terminada la guerra, el espíritu de entendimiento que había reinado durante la resistencia estaba seriamente amenazado, las gentes debían de tomar partido y los intelectuales, cada vez más divididos, hacían públicas sus polémicas. Los existencialistas, decantados hacia la izquierda, mantenían con dificultad su independencia, y Les temps modernes, la revista que les representaba, se encontraba en el punto de mira de los conservadores, pero también de los comunistas.
La ofensiva por la derecha había partido de François Mauriac. Conocido como intelectual y editor que había luchado en la resistencia, su opinión tenía peso. Desde las primeras páginas del periódico conservador, Le figaro, alertaba contra la decadencia moral de la literatura de postguerra representada por la gente de Saint Germain de Prés; la mujer, que formaba parte del grupo de los existencialistas, que se reunía en el conocido barrio de París, habría sobrepasado todos los “límites de lo abyecto”: en El segundo sexo, el pudor habría desaparecido y el tratamiento dado a la sexualidad ofendía la sensibilidad de los católicos (Galster, 2004, pp. 21-22). Las críticas procedentes de la derecha presentan siempre el mismo esquema: el existencialismo y su sacerdotisa, Beauvoir, defienden valores individualistas y hedonistas que comprometen la civilización cristiana, fundada sobre el matrimonio, la familia y el trabajo, y la defensa de estos valores exige la oposición activa de los católicos, que son llamados al combate, contra la moda del existencialismo, destinado a desaparecer. Beauvoir y Sartre son presentadxs como unxs libertinxs, gozadores sin escrúpulos, y sus escritos como un producto del desarraigo de la post-guerra (Chaperon, 2000, pp. 173-174).
Por la izquierda, el Partido Comunista francés, que por entonces ejercía una notable influencia en la sociedad, manifestará una dura oposición. En plena guerra fría, lxs existencialistas eran vistos con recelo y Beauvoir, considerada como la gran sartriana, no podía escapar a las críticas, aparecidas en revistas afines al partido. El segundo sexo se describía entonces como el peor producto de una literatura burguesa decadente, promovida por los Estados Unidos para escamotear los verdaderos problemas de la clase obrera: “Mientras se nos habla de amor, no se habla ni de paz ni de salarios”,escribe una dirigente, que deplora la putrefacción de la moral de los existencialistas, a la que se opone la moral comunista. Los valores de la sana juventud trabajadora no tenían nada que ver con la falta de energía y firmeza de la moral del libro, del cual la misma autora dice que “provocaría la risa de las obreras de los talleres de Billancourt” (Galster, 2004, p. 66). La batalla que la izquierda más sana parecía obligada a librar se dirigiría entonces “contra todos esos héroes literarios sin familia, sin patria, sin moral, culpables de desarmar ideológicamente a las fuerzas nacionales, democráticas y progresistas” (Galster, 2004, pp. 101-102).
En estos escritos, se pone de relieve la semejanza de las críticas procedentes de la derecha católica y de la izquierda comunista. En los dos campos, se habla de la defensa de la moral, de la decencia y de la pureza de la literatura francesa. Parece claro que todos querían dar una buena imagen de sí mismos y representar a un público diverso, desde las clases medias –a las que se pretendía dar seguridad— hasta lxs cristianxs progresistas. Y que lxs dirigentes comunistas, que se sentían cercanos al poder, consideraban también la necesidad de moderarse y competir con sus rivales políticos. Así, en la contienda política, Beauvoir y su libro serían culpables de los mismos vicios que se criticarían en el enemigo a batir: el lujo, la holgazanería y el aburrimiento de lxs burgueses (Beauvoir, 1963, p. 265).
En este debate se pondrá de relieve lo que Sylvie Chaperon ha denominado como el conservadurismo de los hermanos enemigos. Enemigos políticos, católicos conservadores y comunistas, debían de marchar juntos en la defensa de la moral sexual, de los valores familiares y de la maternidad. En sus textos, sin embargo, se muestra la diferencia de sus fundamentos: la moral católica y la mística de la clase obrera. Pero Beauvoir podía acusarles, con razón, de ignorar la ciencia y de alimentar el miedo a la modernidad.
2. 2. Y, sin embargo, un aire de libertad
Apenas la señora Beauvoir acababa de publicar algunos fragmentos de su
Segundo Sexo en Les temps modernes se mostraría la decisión de indignarse
y de ironizar (Galster, 2004, p. 125).
El ruido y la magnitud del escándalo sorprenderán a las gentes de Les temps modernes. Sus redactores serán los primeros en manifestarse, pero no fueron los únicos. La mayor parte de los posicionamientos favorables procedían de gente joven menos conocida en los medios intelectuales, entre los que destacarán algunas mujeres. En estos escritos, se mostrará la extrañeza y alarma por la virulencia de las críticas que, en nombre de las conveniencias, de las buenas maneras y de la literatura francesa, se autorizaban a rechazar los pensamientos que no casaban con sus principios morales o que, simplemente, les producían inquietud. En sus escritos, en cambio, se valoraría la oportunidad de un libro que abría la puerta a los temas –silenciados— de la sexualidad y de las relaciones de los sexos, y suponían que esta educación era crucial para las vidas de los jóvenes franceses. Este espíritu es el que se manifestaría en el escrito de Colette Audry, la joven periodista y escritora, que por entonces, era una de las pocas mujeres que gozaba de un cierto reconocimiento en los medios intelectuales de la época, sería más tarde una feminista reconocida. Así, en 1949, escribe que:
Semejantes reacciones no confunden: significan que la obra es de una actualidad que quema, en el sentido de que trata de un amplio tema histórico y social, el [tema] pone en cuestión para cada lector o lectora su propia vida personal en lo cotidiano, sus relaciones más estrechas con su entorno y la idea que uno se hace de sí mismo. [Es] una puesta en cuestión inconfortable que cada uno procura eludir (Galster, 2004, p. 134).
El libro de Beauvoir encontrará, también, el apoyo de sectores moderados de la intelectualidad y de la política que, fieles al espíritu de la Resistencia, representaban una tercera vía política. Emmanuel Mounier, director de la revista L’esprit, de tendencia progresista, publicó unartículo sensible y mesurado en el que, sin ocultar sus diferencias con el tratamiento de la sexualidad, mostraba su acuerdo con los aciertos del libro, Mounier, católico progresista, se manifestaba totalmente contrario con la actitud intransigente de la iglesia católica. Así, escribió que “¿No empujarán los gritos más fuertes a que los objetos, los actos, las situaciones se nombren a escondidas? Eliminemos estos gritos, los de los Tartufos, y los frágiles pudores que se cultivan junto con el miedo a la libertad” (Galster, 2004, p. 224).
Si el libro de Beauvoir estuvo en el punto de mira de tantxs francesxs de distinta ideología y extracción social, fue porque el libro se adentraba, sin reservas, en el campo minado de la feminidad, de las relaciones entre los sexos y la sexualidad. La mujer se percibía como el sustento y el fundamento de la familia, que la mayoría de los franceses percibían como un instrumento fundamental de la organización y el orden social; las familias que viven juntas se cohesionan moralmente, al tiempo que su conformidad es necesaria para construir la paz social. Y la mujer que se consagra a los suyos y a la maternidad es un ser libre y satisfecho, y no la persona contraída que se representa en el libro de Beauvoir. Como escribe un lector preocupado porque las mujeres pudieran dejarse seducir por las subversivas ideas del libro: “¿Cómo hacerle comprender que llevando al extremo el don de sí misma se producen los mayores enriquecimientos? En este sentido, la mujer consagrada por la naturaleza tiene mayores dones que los hombres” (Chaperon, 2000, p. 183). El otro asunto en litigio sería la sexualidad de las mujeres y las relaciones sexuales. La naturalidad con la que Beauvoir aborda el tema del deseo femenino y la iniciación sexual de las jóvenes y su crítica a la moral predicada por la iglesia católica, anclada en la sospecha de la carne y en las restricciones impuestas al sexo, incluso en la vida matrimonial, despertará el escándalo de muchos.
2. 3. El porvenir del nuevo feminismo
Muchas han desaprobado mi libro; yo les molestaba,
les contestaba, les exasperaba o les asustaba. Pero a otras les he sido útil,
lo sé por numerosos testimonios,
en primer lugar, por una correspondencia que dura doce años
(Beauvoir, 1963, p. 267).
En plena batalla de las opiniones, el feminismo organizado guardaría silencio. Ni siquiera los grupos más radicales se manifestaron. Es cierto que algunas mujeres, pertenecientes a grupos protestantes, se habían pronunciado a favor de la planificación familiar y de una maternidad elegida, pero sus expresiones fueron minoritarias. En 1949, el feminismo permanecía fiel al espíritu del sufragismo, seguía centrando su lucha en la consecución de los derechos políticos y en las reformas del código penal. El movimiento, que en esos momentos mostraba signos de debilidad, parecía agotado; preocupado por preservar su respetabilidad, sus dirigentes se inclinarían por la prudencia, procuraban no hablar de sexualidad, de anticonceptivos o de abortos. Muy pocas comprendieron entonces el interés creciente de las mujeres por las cuestiones que se trataban en el libro.
“Vuestro libro me ha sido de gran ayuda. Vuestro libro me ha salvado, me han escrito mujeres de toda edad y condición”, escribe Beauvoir en sus Memorias. El libro, en efecto, debía de ser un descubrimiento para una generación de mujeres que se verían reflejadas en sus páginas, para bien o para mal, porque, como reconoce Beauvoir, muchas lectoras sintieron cuestionadas sus vidas, pero a otras les habría permitido ver con claridad los problemas de su vida cotidiana y reflexionar sobre ellos; el libro, incluso, les habría empujado a buscar una salida. En estos testimonios, se pone de relieve el cambio de mentalidad que se estaba produciendo: las mujeres ya no querían guardar silencio, pero se notaba también la distancia que aún les separaba del pensamiento de Beauvoir. Las dudas se expresaban sobre todo en lo referente a la feminidad o a la sexualidad y, muy particularmente, respecto de la maternidad. Como escribe una lectora: “usted ha sabido explicar mis inquietudes, los sentimientos contradictorios que me hacen sentirme feliz en el cumplimiento de mis deberes y desgraciada a la vez” (Beauvoir, 1963, pp. 267-278).
El segundo sexo será acogido con entusiasmo por un grupo, aún reducido, de mujeres jóvenes, escritoras, periodistas o profesionales urbanas, que leerán el libro con otros ojos: Beauvoir había sabido reconocer la existencia de un problema social de calado y, con inteligencia y claridad, había producido un conocimiento imprescindible para las mujeres. Françoise d’Eaubonne, que por entonces era una escritora en ciernes, explica así su sentimiento: “He leído El segundo sexo. Estoy entusiasmada, por fin una mujer que ha comprendido. Hemos sido vengadas. Es usted un genio y quiero conocerla”. Unos años después, en 1953, d’Eaubonne escribiría su propio libro titulado: Le complexe de Diana. En este nuevo libro, de inspiración beauvoiriana, avanzará el pensamiento feminista de los años setenta.
En los años cincuenta, El segundo sexo sería conocido, en Francia, en los círculos intelectuales y por un número, aún pequeño, de mujeres, pero el número de lectoras irá creciendo en círculos concéntricos y temporales en los sesenta. En los años setenta, su lectura se ampliará a muchas más mujeres, particularmente entre las jóvenes simpatizantes o participantes del movimiento feminista.
2. 4. El segundo sexo en España, tan cerca y, sin embargo, tan lejos
Barcelona, 22 de diciembre de 1949. Sigo asediado por el obispo: Su
Ilustrísima todo acojonado porque en su diócesis se publican marranadas como
mi artículo, dio el "chivatazo" al gobernador y este buen hombre ha dado la
orden de que se haga una intervención sobre la trayectoria de Pocholo (Jesús
Núñez) y la mía. Sospechan que detrás nuestro se mueva un grupo
—masones, comunistas, catalanistas o, simplemente correístas— del cual
nosotros somos los hombres de paja (Godayol, 2016, p. 91)
En la correspondencia de un conocido intelectual español, Josep María Castellet, se cuentan los percances sufridos en su juventud, a cuenta de una reseña de El segundo sexo, publicada, en 1949, en la revista Estílo, de tendencia falangista. Su escrito, nada imprudente, provocó la reacción airada del Obispo de Barcelona, Gregorio Montego, que se dirigió al gobernador para que se tomaran las medidas oportunas. El número fue prohibido, los ejemplares requisados y su autor estuvo en el punto de mira de las autoridades religiosas y civiles (Godayol, 2016, p. 93).
Parece poco probable que el obispo o el gobernador conocieran el libro, pero no parece extraño que estuvieran al tanto de la polémica que había suscitado entre los católicos franceses. Pero lo ocurrido podía deberse sin más a la sospecha que pesaba sobre los libros en los años de la dictadura franquista. Casi veinte años después de este incidente, Castellet, convertido en editor, será responsable de la primera edición de El segundo sexo, publicada en España, en catalán, en 1968.
El segundo sexo, incluido en el índice de los libros prohibidos por la iglesia católica, apenas sería conocido en España en los años siguientes a su aparición. Sin embargo, algunos testimonios nos indican que, como había ocurrido en Francia, El segundo sexo despertará el interés de algunas mujeres, muy pocas, que lo leerán en clave feminista. María Laffite, conocida como condesa de Campo Alange, autora de un libro titulado: La secreta guerra de los sexos, publicado en 1948, hablará del libro en las sucesivas ediciones de su propia obra, en 1950 y 1958. En 1950, se publicará una reseña de El segundo sexo, en una revista del régimen, firmada por la escritora y abogada Mercedes Formica, de orientación conservadora. La autora muestra su compromiso con las mujeres y las ideas que le une al feminismo, así afirma que, a pesar de las diferencias ideológicas, que separan a una católica española de una existencialista francesa, en la cuestión feminista coincide con la autora dEl segundo sexo (Nielfa Cristobal, 2002, p. 156).
Los intentos de que la edición publicada en Argentina en 1954, en la editorial Psique, llegara a España legalmente, fueron abortados por la censura. Los primeros ejemplares, en castellano, que hemos encontrado en las bibliotecas españolas, procedían de México, publicados por Siglo XXI, en distintas ediciones, a partir de 1968. Muchas españolas recuerdan, en efecto, el descubrimiento de El segundo sexo, a partir de los ejemplares llegados de América Latina, que se vendían, en unas pocas librerías, casi de manera clandestina.
La primera edición de El segundo sexo fue publicada, bajo el sello de Edicions 62, una editorial de carácter progresista, dirigida entonces por el mencionado Castellet, el cual nos cuenta en sus memorias que, antes que el libro pudiera ver la luz, fue necesario sortear dos expedientes previos: el primero, en 1965, terminaría con la denegación del permiso de edición; el segundo, en 1968, lograría el pase, con algunas tachaduras (Godayol, 2016, p. 93). El libro fue prologado por una conocida escritora, Maria Aurélia Capmany, autora de un importante ensayo sobre las mujeres: La dona a Catalunya, publicado en 1965. En la introducción que acompaña al libro, se pone de relieve el clima intelectual y político del país en los años de su edición. El libro, dice, no había despertado ningún interés en un país que, después de la guerra civil, parecía haber solucionado todos sus problemas: la mujer, que había vuelto a casa, parecía vivir feliz en una casa llena de cachivaches, con muchas cortinas que planchar. Pero añade que el hecho de que el libro se publique ahora es una prueba evidente de que algo está cambiando en los territorios de las Españas, sobre todo entre la juventud que, según dice, ahora “muestra su tendencia a decir las cosas por su nombre sin asustarse. Ojalá que sea así. Que el libro sea útil para El segundo sexo y también para el primero” (Capmany, 1968, p. 18).
La primera edición española, con una nueva traducción al castellano, es de 1998. Publicada en la colección Feminismos, con motivo de cumplirse los cincuenta años de la aparición del libro, se acompaña de un importante prólogo de María Teresa López Pardinas. Esta edición, que sigue viva en el catálogo de la colección con varias reimpresiones, ha pasado a formar parte de los libros clásicos de la editorial, en 2005.
La obra, convertida en un clásico, encuentra hoy un público nuevo, en las universidades y en las y los jóvenes que lo reconocen como uno de los libros creadores del pensamiento feminista contemporáneo.
3. Leer El segundo sexo en los años setenta
Estudiante, recibí el libro como un -mujer conócete a ti misma- conoce la
situación que te ha hace ser y te limita, contra los discursos que dan por
entendido que no hay nada que conocer o que otros saben mejor que yo lo que
debo ser. Dramatizando la cuestión Beauvoir la desdramatiza. -Atención, allá,
hay un precipicio, allá, un impasse, allá un monto de contradicciones-, me
decía esta persona mayor que me exhortaba a abrir los ojos (Le Dœuff, 2004
[1999], p. 35).
Mayo del ‘68 no fue feminista. Las mujeres, muchas de ellas simpatizantes o militantes del movimiento, pudieron comprobar el silencio que entonces pesaba sobre la cuestión de las mujeres. Las reivindicaciones trataban entonces sobre la relación estudiantes-trabajadores, la libertad sexual, la emancipación de la juventud y la crítica de las autoridades, pero no sobre los problemas de las mujeres. Como escribe Geneviève Fraisse: “Que algunas feministas organizaran una reunión en una sala de la Sorbona es un hecho, pero los problemas de las mujeres no formaban parte de la gesta pública de la política” (Fraisse, declaraciones al periódico Le Monde, 7 de mayo de 2018). Pero si la “revolución” había eclipsado, al menos en parte, la incipiente voz del feminismo, el movimiento feminista emergería inmediatamente después. Beauvoir, sorprendida por la determinación de las jóvenes feministas, las acompañaría en muchas de sus acciones; su figura se distingue en las manifestaciones y su firma aparece en muchos de los escritos reivindicativos del feminismo. Les temps modernes, la revista de los existencialistas, se interesaría por los temas feministas y las puertas de su casa se abrirían a las jóvenes que querían hablar con ella de feminismo y también a las estudiantes e investigadoras que buscaban orientarse en sus estudios. Escribe Fraisse: “Desde luego ella no ocultaba su placer de ver a las estudiantes, las jóvenes feministas de los años setenta formar grupos de pensamiento” (Fraisse, 2008, p. 49).
Desde el feminismo, se podía mostrar la extrañeza por las dificultades manifiestas de las mujeres para estar presentes y desenvolverse con naturalidad en el espacio social. Se podía recordar, entonces, que el voto había sido reconocido tardíamente a las francesas, en 1947, como una “concesión” del gobierno y no como una conquista del feminismo que, en aquellos tiempos, se mostraba muy débil. Pero ahora, la situación de las mujeres había cambiado, muchas más mujeres trabajaban y tenían independencia económica y las jóvenes, que vivían con mayor libertad, sentían que sus vidas eran diferentes a las de sus madres. Pero: ¿qué estaba ocurriendo?, ¿por qué si las cosas habían cambiado las mujeres no acababan de encontrar su lugar en el espacio público? ¿Y por qué el simple hecho de mostrar su descontento desatara tantas resistencias en las gentes que se negaban a reconocer el problema? A esta constatación había que añadir una nueva inquietud, un problema nuevo: ¿qué futuro les esperaba a las más jóvenes?, ¿qué amenazas? El libro de Beauvoir, escrito 20 años antes, podía verse ahora como el resultado del esfuerzo de una mujer, que además era una filósofa reconocida, por comprender los problemas, que contra lo esperado, no parecían en vías de resolverse. Como escribe Michèle Le Dœuff (2004, p. 29):
“[El libro] podría reescribirse en el año 2000: porque ahora todo está bien, pero cómo puede ser que las cosas no terminen de ir bien? También aparece una nueva preocupación: que suerte aguarda a nuestras hermanas más jóvenes? Para las más jóvenes, vosotras y yo, Beauvoir explica que, si (la cuestión de las mujeres) persiste, no creamos que el origen viene de nosotras, de una esencia de feminidad que nos abocaría a la exclusión, sino más bien de… Por tanto, leed su libro”.
La paradoja que permite a la obra expandirse: todo está resuelto y sin embargo no lo está, podía empezar a descubrirse. Beauvoir se toma en serio la contradicción, pero no espera dar una respuesta inmediata. Señala una primer a cuestión: los hombres consideran a las mujeres como el Otro; las mujeres no son sus semejantes. Ella hace inventario de las dificultades a las que las mujeres deben enfrentarse y descifra en parte el enigma de la feminidad. Abriendo la puerta al escepticismo, evoca las explicaciones posibles y las descarta, una a una: “Ni biología, ni inconsciente, ni la economía son fundamentos de la opresión, la cual no es “fundada” sino construida, a través de un proceso por el cual “se llega a ser mujer” (Le Dœuff, 2004, p. 30).
Beauvoir nos dice también que la identidad femenina –construida— integra las marcas del patriarcado. Como escribe: “Los hombres han detentado siempre el poder concreto; desde los primeros tiempos del patriarcado, han juzgado que era útil mantener a las mujeres en estado de dependencia: sus códigos han sido establecidos contra ellas, etc.” (Le Dœuff, 2004, pp. 30-31). Desde esta perspectiva, se comprende que la opresión encuentra un punto de anclaje (uno entre otros, no su causa) en la identidad femenina así construida. Pero la autora del El segundo sexonos advierte que ningún ser humano debía de ser limitado, ni fijado, en una identidad previamente descrita: “El simple hecho de infligir a las mujeres una identidad, la que sea, debe de ser contestado”(Le Dœuff, 2004, pp. 30-31).
3. 1. La historia de las mujeres
Si echamos un vistazo de conjunto sobre la historia de las mujeres,
vemos esbozarse varias conclusiones.
Esta es la primera:
toda la historia de las mujeres ha sido hecha por los hombres
(Beauvoir, 2005, p. 211).
En los años setenta, las historiadoras debían de notar la paradoja que se inscribe en las páginas dedicadas a la historia; la autora que nos dice que ser mujer no es ninguna maldición divina, no es esencia, que el sexo femenino es un producto de la historia, reintroduce la biología para explicar el por qué las mujeres habrían sido situadas por fuera, al margen de la historia, que habría sido hecha por los hombres.
Lectora de Marx, Beauvoir acepta un cierto determinismo y una idea de progreso que habría sido protagonizado por los hombres: Las mujeres nunca les disputaron el control (Beauvoir 2005, p. 221). Este relato de la historia produce una imagen de continuidad y repetición; la historia de las mujeres giraría en redondo. Beauvoir no era historiadora ni antropóloga. No tiene –ni pretende— hacer una teoría de la historia. Su objetivo era desvelar un problema y tratar de encauzarlo. En la parte del libro que se dedica a la historia se encuentran muchas paradojas, y sobre le falta información, pero no podemos negar la honestidad de su trabajo, su esfuerzo por comprender y no podemos dejar de reconocer que los caminos que recorrió no eran sin duda los más apropiados pero que, no obstante, el cuadro que ella ha esbozado es apropiado y justo (Heritier, 2004, p. 117).
En Beauvoir, en efecto, se avanza el enfoque constructivista, adoptado por la historiografía feminista, particularmente en Francia, a partir de los años setenta. Pero en estos estudios, Beauvoir era solo un referente que debía de permitir completar los cuadros construidos por ella. “Las mujeres empezaron mal”, nos dice Beauvoir; su idea nos alcanza, no tanto porque la admitamos o la rechacemos, sino porque nos permite preguntamos de nuevo, cómo habían ocurrido las cosas: ¿cómo fue posible que el sexo que mata pudiera imponerse al sexo que da la vida? ¿Cómo y en qué momentos pudo ocurrir? La pregunta formulada por Joan Kelly Gadol, en los años ochenta, ¿Tuvieron Renacimiento las mujeres?, cuestiona la idea de progreso adoptada por Beauvoir y abría la puerta a pensar la historia de otro modo, comprendiendo a las mujeres. Así, desde un enfoque integral y no comparativo se podría mostrar cómo se producen o se reproducen históricamente las diferencias y las desigualdades de los sexos, pero también el modo en que las mujeres actuaban, integrando los valores de la feminidad y las formas de vida establecidas para el sexo femenino. La mirada puesta sobre las mujeres permitía descubrir las vidas “inesperadas” de las mujeres en los márgenes y descubrir, con sorpresa, el pensamiento disidente, apuntando muchas veces al feminismo. 2
3. 2. El devenir histórico
Muchos piensan que entre los dos sexos habrá siempre intrigas y pequeñas
disputas… Pero la cuestión consiste en saber si es una maldición original la
que los condena a desgarrarse mutuamente, o si los conflictos que se le
oponen solo expresan un momento transitorio de la historia humana…
(Beauvoir, 2005, p. 887)
Beauvoir advierte que, en su siglo, muchas mujeres se encuentran desgarradas, por la situación en la que viven, pero no nos explica, no lo sabe con certeza, si el conflicto de los sexos puede ser un momento transitorio de la historia humana, quehabría empezado a construirse de otro modoo si entre los sexos seguirá habiendo “disputas y reyertas”. Dicho de otro modo, no se nos dice si las mujeres que, ahora más que antes, se encuentran en situación de sentir el peso de la opresión, podrán actuar como sujetos.Beauvoir es contradictoria: nos enseñaba que las mujeres eran un producto “elaborado por la civilización”, eran el sexo femenino, fijado en su cara a cara con el otro sexo. No hay esencia ni naturaleza, pero las mujeres no ejecutan el rol de actriz. La mujer es un producto de la historia, sin ser una “palanca” para la transformación. Pero tal afirmación no resulta extraña en la autora, como hemos visto, no reconoce apenas valor político del feminismo clásico. Concede, a lo sumo, que algunas mujeres han podido lograr mayores cotas de libertad y que otras disfrutan ya de los privilegios reservados a los hombres, pero reconoce que sus logros no permiten asegurar que las conquistas puedan extenderse al colectivo femenino. “Las mujeres no dicen nosotras”, nos dice Beauvoir, y cuando lo digan, después del 68, ella seguirá dudando de que puedan decir ellos refiriéndose a los hombres, de que las mujeres conviertan a los hombres en los Otros. No son una casta particular, en un juego de oposiciones. El encuentro de Beauvoir con las feministas, escribe Fraisse, no modificó su posición al respecto: los hombres y mujeres han estado siempre juntos, en Mitsein universal, y las mujeres no se separan de ellos, viven con sus enemigos. La duda que se plantea entonces es: si podrá producirse una ruptura y qué tipo de ruptura podría ocurrir en la historia de los sexos.
Imagen terrible, injusta para el feminismo que podía reprocharle, con razón, su falta de confianza en las mujeres y, más tarde, cuando comiencen a ver la luz los nuevos estudios sobre el feminismo histórico, podría reprochar también el que su pensamiento y las políticas emprendidas, en los siglos XIX y XX , no hubieran sido tenidxs en cuenta. Sin embargo, en los años setenta hay dos hechos nuevos: muchas más mujeres, que han podido aprovechar los beneficios de la escuela pública ya no se reconocen en la imagen de la mujer tradicional y el feminismo emerge ahora como un movimiento político. Pero ¿qué ha cambiado?, ¿ahora que las mujeres han dicho nosotras, podrán decir ellos, podrán liberarse y liberar a la vez a los hombres?, ¿qué futuro espera a las relaciones de los sexos? ¿Cómo podemos pensar ahora el devenir de las mujeres? Para que la utopía pueda realizarse es necesario que la diferencia de sexos se traduzca en lo que Fraisse llama el carácter mixto de los sexos y el reparto de poderes y, por tanto, de los goces . Así, podemos pensar que la historia avanza por la liberación de las mujeres y por el establecimiento de un buen intercambio, un buen equilibrio de los sexos. De ese modo la fraternidad de la que nos habla Beauvoir, como alternativa a la dominación, supone el intercambio y este indica que la igualdad ente dos seres, de un hombres o una mujer, está en proceso de construcción. Este es solo el conocimiento al que Beauvoir nos conduce. Pero aquí comienzan las dificultades. Ahora podemos saber que los sexos hacen historia, pero apenas sabemos cómo se hace la historia de los sexos, en qué consiste la historia de los sexos. El intercambio sigue siendo una utopía y el presente está lleno de conflictos; la guerra de los sexos permanece porque el intercambio está mal regulado y el conflicto no se cierra. De un modo u otro las incertidumbres permanecen, porque la libertad, la igualdad radical y el reconocimiento del otro semejante inquieta sobremanera a la sociedad (Fraisse, 2004, pp. 475-484).
Sin embargo, el momento en que vivimos, en debate abierto en la sociedad, por el Me too, el auge de las movilizaciones del feminismo contra la violencia –Ni una menos en Argentina— o la fuerza del último 8 de marzo en España, nos permiten pensar que las mujeres hacen historia y que la historia puede escribirse de otro modo.
Referencias
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Notas
Recepción: 04 Febrero 2018
Aprobación: 01 Julio 2018
Publicado: 7 septiembre 2018