INTERVENCIONES POLÉMICAS / POLEMIC INTERVENTIONS
Natalia Casola
Universidad
de Buenos Aires, Facultad
de Filosofía y Letras,
Instituto Interdisciplinario de Investigaciones en Género
(IIEGE) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Tecnológicas (CONICET), Argentina
nataliacasola@hotmail.com
Cita sugerida: Casola, N. (2018). ¿Por
qué decimos “el estado es responsable”? Algunas
reflexiones en ocasión de una doble conmemoración. Descentrada, 2(1), e042. http://www.descentrada.fahce.unlp.edu.ar/article/view/DESe042
Pensar en las múltiples articulaciones que existen entre las conmemoraciones del 8 y el 24 de marzo no siempre resulta evidente. Ambas son fechas que invitan a la recordación del sufrimiento humano, de la potencialidad de la crueldad y, al mismo tiempo, de las formas de resistencia de las que somos capaces. Ambas, también son fechas que invitan a hablar de las luchas del presente, de esas batallas que toman al pasado por excusa o por necesidad para verbalizar que el sufrimiento, las diversas formas y modalidades de la desigualdad y la opresión no han sido superadas en nuestros días. Y aun así, resulta un desafío sistematizar todo lo une a las dos fechas, mejor dicho, a las dos batallas. Las primeras palabras que me vinieron a la mente fueron las de genocidio y feminicidio. El genocidio en clara referencia al plan de exterminio y desaparición perpetrado desde el estado por la última dictadura militar y el feminicidio como esa otra forma de exterminio y desaparición de cuerpos de mujeres por parte de privados que, con algún grado de responsabilidad y/o complicidad del estado, se ha transformado en una de las formas de violencia más tipificada de nuestro presente. A simple vista, saltan algunas similitudes y, también, algunas diferencias entre ambos fenómenos. El lugar protagónico que cabe al estado como perpetrador en el caso del plan sistemático de desaparición de personas durante la última dictadura no debiera conducir a desdibujar su responsabilidad en los feminicidios, aunque su participación aparezca de manera más velada. En esta intervención voy a tratar, en primer lugar, enfatizar en lo que hermana a estos fenómenos antes que en aquello que los diferencia. Voy a tratar de mostrar que, aunque las modalidades sean diferentes, tanto el geno como el feminicidio son funcionales al mismo fin: el de atacar a los cuerpos indóciles para construir una sociedad de cuerpos disciplinados que son la base para la reproducción del orden capitalista. En tal sentido, tomo de Daniel Feirstein (2007) la idea del exterminio como el último eslabón de una cadena de prácticas sociales que transforman en potencialmente genocida a buena parte de la población, y pienso como Rita Segato (2010) que ese proceso de legitimación de la violencia sobre los cuerpos indóciles se construye a través de una “pedagogía de la crueldad” que tiene la función de acostumbrarnos a la violencia. No puede haber exterminio si no hay primero una pedagogía cruel: palabras y prácticas para descalificar a ese otro (la víctima) y transformarlo en un potencial ser desechable: “son apátridas”, “son vagos”, “son subversivos”, “son drogadictas”, “son putas”. Una pedagogía de la violencia que funciona como una acción ejemplificadora, como una advertencia que cae sobre las espaldas del conjunto social indicándole que le conviene elegir la genuflexión, la docilidad, camuflarse, en la medida de lo posible, con los ropajes de la “normalidad”.
En segundo lugar, voy a tratar de pensar que las luchas llevadas a cabo por el movimiento de derechos humanos y por el movimiento de mujeres en nuestro país, especialmente en los últimos años, también son acciones ejemplificadoras de lo opuesto. Creo que, sobre ambas cuestiones, quienes investigamos tenemos mucho para decir, sobre todo, tenemos la responsabilidad social de intentar ofrecer herramientas para comprender fenómenos tan complejos haciendo uso de todas las perspectivas teóricas que están a nuestro alcance.
Respecto de la primera cuestión, nuestra tarea al investigar debe ser la de esforzarnos para comprender y destacar la racionalidad del fenómeno geno-feminicida contra un sentido común que encara el asunto como si tratara de excepcionalidades, anomalías que cada tanto interrumpen la normalidad de las cosas.
En cambio debemos tratar de mostrar que tanto el genocidio como el feminicidio son fenómenos extremos de situaciones normales, regulares, es decir, no excepcionales.
En un caso, la violencia desatada por la última dictadura suele ser desencajada del continuum represivo organizado para la persecución política, como mínimo, desde 1955 en adelante. Es un mérito de los organismos de derechos humanos y de muchas organizaciones sociales y políticas de la izquierda haber contrarrestado en buena medida esta teoría de la excepcionalidad tan revisitada por los gobiernos post 1983 interesados en desdibujar los hilos de continuidad en la trama de las instituciones estatales (especialmente en las leyes y en las instituciones dedicadas a tareas de represión interna). Mucho más reciente es, al menos en nuestro país, el debate sobre los efectos del patriarcado en la construcción de subjetividades masculinas que predisponen a normalizar la violencia contra las mujeres. La misma categoría de femicidio se ha popularizado en Argentina (aunque sin la sílaba “ni” que media entre el prefijo “femi” y el sufijo “cidio”) como resultado de la exacerbación de la violencia machista, y de la acción decidida del movimiento feminista en los últimos tiempos que ha logrado, en buena hora, instalar temáticas impensadas hasta hace al menos una década atrás. Pero, entonces, decía, que nuestra tarea intelectual, investigativa, historiadora debe ser demostrar la regularidad pero, especialmente, demostrar la latencia del fenómeno geno-feminicida.
Un elemento que, sin dudas, contribuye a oscurecer el fenómeno feminicidio, quiero decir, que ocluye el elemento sistemático y deliberadamente planificado que se le atribuye a la categoría de genocidio, es el carácter privado de los asesinatos. Entonces, las cosas pueden ser, y de hecho suelen ser, presentadas como si a “fulanito de tal” le hubiese agarrado un arrebato de locura y entonces decidió violar, golpear, quemar, descuartizar y desaparecer el cuerpo de tal o cual mujer. O si la víctima lo es por haber caído en una red de trata, las cosas pueden ser presentadas como parte de una trama de negocios del submundo que, finalmente, siempre existió. Ya se sabe lo que se dice: que las “putas” forman parte del oficio más viejo del mundo. En esta óptica, el estado parece no tener nada que ver, parece no estar perforado por los múltiples canales que desenmascaran su participación (más no sea como garante de la impunidad). No casualmente, me parece, fue el término femicidio y no el más politizado feminicidio el que logró mayor circulación en Argentina, habiendo siendo apropiado, inclusive, por los sectores del oficialismo, antes kirchnerista, ahora macristas. Como explica la antropóloga feminista mexicana Marcela Lagarde (2014), el concepto femicidio no incluye el análisis de la construcción social de la violencia y tampoco el papel del estado, a diferencia del feminicidio que “pondera la responsabilidad del estado y plantea como en toda violencia contra las mujeres la necesidad de una política de estado para erradicarla, así como, de manera paradójica y contradictoria, la transformación de género de ese estado y sus instituciones como parte de la solución del problema” (Lagarde, 2014). Desde luego que la inclusión del concepto femicidio en la cotidianidad es, aun despojado del polémico “ni”, un avance enorme y una conquista del movimiento de mujeres. Sin embargo, pareciera que aun dentro de las filas del feminismo hiciera falta dar el debate, convencernos de que el estado puede ser parte de la solución pero, sin lugar a dudas, es parte del problema.
¿De qué manera y por qué el estado aparece como un organizador del genocidio y por qué como parte y garante del feminicidio?
En el caso del genocidio perpetrado por la última dictadura militar con el objetivo de exterminar a la disidencia política y abortar la posibilidad de un proceso revolucionario en la Argentina, el rol del estado aparece como el primer dato. Sin embargo, no debemos olvidar que la acción del estado fue precedida por una campaña de legitimación destinada a conquistar el apoyo de una parte de la sociedad que parecía aprobar que otro sector de la sociedad, disidente, “subversivo” fuese castigado de peor manera. Este recurso fue y es utilizado en forma permanente por parte del estado contra todas sus víctimas, las reales y las potenciales. Víctimas de su accionar explícito, en nuestros días, la construcción de una otredad negativa con la RAM (Resistencia Ancestral Mapuche), por ejemplo, crea las condiciones que legitiman la intervención del aparato represivo en la conflictividad social, víctimas de su inacción como en la mayoría de los casos de feminicidios perpetrados por privados. La inacción del estado en los casos de feminicidios es un denominador común en todo el país. No se ponen los recursos para la asistencia o se entregan subsidios miserables. Tampoco hay presupuestos asignados para los refugios y el botón antipánico como medida de auxilio ha fracasado por completo. Muchas mujeres han sido asesinadas por sus parejas o ex parejas, cuestión que se agrava por el carácter conservador y misógino de la justicia a la hora de condenar a los violentos. En estos casos, la inacción estatal también aparece justificada por discursos motorizados por los medios de comunicación y las fuerzas policiales que insisten en que “las niñas y mujeres que desaparecen se van por ‘propia voluntad’”. Un caso que ilustra el entramado de la inacción del estado es el de Patricia González, una joven trabajadora de la ciudad de La Banda en Santiago del Estero. El cuerpo sin vida de Patricia fue hallado el 1º de junio del 2013 y por su asesinato se encuentra imputada su ex pareja, Juan “Milanesa” Páez. El mismo día de la desaparición de Patricia, su madre tuvo que recorrer, como lo hace la mayoría de las víctimas de violencia, dependencias policiales sin que tomaran la denuncia aduciendo que al ser mayor de edad probablemente se habría “ausentado” por consentimiento propio, desestimando el hecho de que Patricia había sufrido ya, por parte de Páez, situaciones de violencia física, amenazas e intimidación tanto hacia ella como hacia su entorno más cercano. Páez, no solo tenía antecedentes de violencia sino que ya estaba imputado por la violación a una media hermana y, apenas tres meses antes de cometer el asesinato de Patricia, por el homicidio de José Eduardo Argañaraz, un amigo de inquilinato. Este caso expuso por completo el desamparo al que están sometidas cotidianamente miles de mujeres cuando recurren al estado y su aparato judicial en reclamo de sus derechos. Páez debería haber estado preso por las reiteradas amenazas realizadas a Patricia y por todas las causas en las que estaba involucrado. Entonces, en los casos de feminicidios, la participación del estado aparece a través de múltiples mediaciones, la inacción y, conjuntamente, la dinamización de un discurso que responsabiliza a las víctimas y justifica su propia inoperancia. Desde luego que colocar el acento en la responsabilidad del estado no significa exonerar ni atenuar la responsabilidad individual de los varones por los crímenes cometidos. Con esta afirmación no intento exculpar a los individuos de la responsabilidad que les cabe, pero sí pretendo poner de relieve cómo, aun cuando se hace foco en las razones culturales del machismo, también aparece el estado como un agente que produce, reproduce y dinamiza. A través de la escuela, de las leyes, de las formas en la que las instituciones se relacionan con los individuos, el poder estatal despliega una serie de mecanismos que obliga a hombres y mujeres a comportarse de acuerdo a patrones de género dominantes. “Machos” cuyo mandato es la guerra y que prolongan en el ámbito doméstico la violencia que reciben de otros hombres para los que trabajan en el ámbito público. Si parafraseamos a Segato (2010), podemos afirmar que se redime la masculinidad dañada, se restaura la plataforma de la masculinidad mediante la violencia.
Quizás la forma más obvia de la participación del estado en la violencia extrema hacia las mujeres sea el involucramiento de policías, de funcionarios políticos, fiscales y jueces en el negocio de las redes de trata de personas. Debe decirse al respecto que no se trata de una “caja de recaudación” secundaria, sino que muy por el contrario es una rama fuertemente dinamizadora de la economía que compite con los, también ilícitos, negocios del tráfico de drogas y armas. Según datos de la ONU, se estima en 2,5 millones el número de personas víctimas de la trata. Pero al mismo tiempo, advierten que, por cada víctima de trata identificada, existen alrededor de veinte víctimas más aún sin identificar. La mitad de las víctimas de trata son menores de 18 años y se calcula que dos tercios son mujeres, en su amplia mayoría, sometidas a explotación sexual, mientras 18% de ellas ha sido sometida a explotación laboral o trabajos forzados. La trata de mujeres, niñas y niños para la explotación sexual se estima que genera más de 32 mil millones de dólares de ganancias, cada año, reduciendo a su mínima expresión a la prostitución individual y “voluntaria”. Con estos datos, queda claro cuán importantes son estos ingresos en tiempos de recesión económica y se verá, por tanto, el carácter estratégico que tiene el sostenimiento de las redes de trata para la economía y para el estado capitalista.
Además, que el poder político participa activamente en estos negocios no es novedad, pero quizás valga la pena recordar algunos ejemplos nativos. En 2012, por caso, el actual Presidente Macri fue fotografiado con Raúl Martins, quien por entonces revestía como número dos de la ex Side1 y que se dedicaba a explotar la prostitución. También en 2012, Tati Piñeiro fue asesinada en Misiones en una fiesta organizada por el sobrino del entonces intendente de Puerto Esperanza, hijo del ex diputado Gruber, todos parte del espacio político de quien fuera gobernador kirchnerista Maurice Closs. La familia denunció que en dichas fiestas prostituían a chicas del pueblo y circulaba droga para “ablandarlas”. En septiembre de 2014, renunció el coordinador del gabinete municipal de Rosario, José Trigueros, de la intendencia socialista de Mónica Fein. El hijo del funcionario regenteaba un espacio de internet en el que se ofrecía a mujeres para su explotación sexual. Si bien la explotación sexual está penada hace casi un siglo en Argentina, la intendenta practicó la curiosa defensa de que esa actividad, la de los ofrecimientos por internet, recién había sido penada en 2012. En Salta, los intendentes de Salvador Mazza y de El Bordo fueron encontrados in fraganti abusando de menores, a la vez que saltaban las denuncias de desfalcos contra el estado y explotación laboral. Este muestreo incluye apenas una ínfima porción del vínculo entre el estado y la explotación sexual.
La consigna “sin clientes no hay trata” se ha popularizado en una porción del espectro político, en particular entre diversos agrupamientos feministas, pero también entre partidos y grupos políticos de centroizquierda. Se trata de una proclama que despierta una genuina simpatía en un sector no menor de la población lo cual explica, por ejemplo, su enorme difusión en las redes sociales. Acuerdo que es necesario erradicar las raíces culturales del consumo de prostitución, destruir la frecuente asociación entre masculinidad y consumo de prostitución como una vía para construir formas de “ser varón” libres de mandatos de virilidad. Sin embargo, parece necesario advertir que, en soledad, se trata de una consigna que desdibuja la responsabilidad estratégica del estado como pieza partícipe del negocio capitalista. Una intervención de este tipo reemplaza una campaña de lucha en contra de una estructura empresarial, gubernamental y policial con una campaña de concientización que está en contradicción con la estructura social dominante. En pocas palabras: sin complicidad política y policial no hay trata.
Sobre la segunda cuestión, la indocilidad de los cuerpos como forma de resistencia se manifestó, a pesar del genocidio, de los perpetradores y sus cómplices, desde el minuto uno de la dictadura militar. La lucha también es ejemplar. Esa misma indocilidad estamos protagonizando hoy, como nunca antes en la historia de nuestro país, las mujeres. En los encuentros nacionales de mujeres, en las manifestaciones por el 8M, en las jornadas del #NiUnaMenos, en cada sindicato, centro de estudiante, lugar de trabajo y también en las casas.
Carácter subversivo de la recordación del 8 y el 24 de marzo, fechas que nacieron del sufrimiento humano y que al recordarlas volvemos a reflexionar sobre sus causas. Pero, como efemérides, son al mismo tiempo momentos de fuerte recordación y jornadas de lucha contra la opresión del presente. Los derechos humanos de ayer y hoy que dieron forma a las polémicas al interior del movimiento de derechos humanos durante la década kirchnerista y que hoy se manifiesta como una fecha de fuerte oposición a las políticas del actual gobierno. El 8M que este año tuvo un carácter internacional e incluso asumió la forma de paro, que es la herramienta de lucha por excelencia de la clase trabajadora. No es casualidad, porque las luchas contra la opresión de clase y la de género no pueden separarse si el verdadero proyecto es aspirar a la emancipación de la humanidad.
1 SIDE Secretaría de Inteligencia del Estado, desarticulada en el año 2015 durante la gestión de la presidente Cristina Fernández.
Feirstein, Daniel (2007). Seis estudios sobre el genocidio. Buenos Aires: Eudeba.
Lagarde, Marcela (2014). Entrevistada para “La Real Academia aceptó ponerle nombre”, Página/12, 7 de abril de 2014. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-243559-2014-04-07.html
Segato, Rita (2010). Las estructuras elementales de la violencia. Buenos Aires: Prometeo.
Fecha
de recibido: 7
de noviembre de 2017
Fecha
de aceptado:
15 de diciembre de 2017
Fecha
de publicado:
9 de marzo de 2018
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